Rabelais y el desarrollo humano
La obra de Rebalais Gargantua y Pantagruel representa una tentativa de explorar las posibilidades del ser humano. Gargantúa y su hijo Pantagruel pertenecen a una raza de gigantes en la que los imperativos de la naturaleza están fuertemente presentes. No obstante, al mismo tiempo, estos personajes logran un margen de libertad que les permite una vida intensa y satisfactoria que resulta, en gran medida, producto de elecciones sucesivas.
Bajtin ha subrayado las raíces populares de la obra de Rebalais. A diferencia de la cultura de élite, con su énfasis en las necesidades que se localizan de la cintura para arriba (fundamentalmente en la cabeza), la cultura popular reivindica la legitimidad de las necesidades que surgen de la cintura para abajo: la comida, la bebida, el sexo. De hecho, Gargantua y Pantagruel son personajes con un gran goce de existir. No desdeñan ni la comida, ni la bebida, no están habitados por el ideal ascético de rechazo del cuerpo. No obstante, en contra de lo que dice Bajtin, ambos personajes no desdeñan la vida del espíritu. Los dos pretenden una formación humanística lo más completa posible. Esta exigencia de saber, sin embargo, se diferencia claramente de la que está detrás de la escolástica con su ideal de un conocimiento elitista y desvinculado de la vida. Durante los primeros años la educación de Gargantua estaba a manos de los sofistas y escolásticos. Gente que le gusta discutir por gusto, por la vanidad de saber más. Pero Gargantua no aprende nada y permanece fijado en el juego y la bebida. La situación cambia cuando Ponócrates se hace cargo de su instrucción. Ésta alterna el juego y la lectura, el cuerpo y el espíritu. Entonces, Gargantua desarrolla un gran placer en aprender. Se configura, entonces, una individualidad peculiar, que valora tanto el goce que producen los sentidos como el gusto que producen las satisfacciones del espíritu. En un aspecto decisivo Bajtin tiene razón, pues resulta que la apropiación de la cultura tiene lugar desde una reivindicación del cuerpo, desde una lucha contra la tiranía de la razón.
La razón rabelaisiana se asemeja a la razón “vital” de Ortega y Gaset. Ortega trata de deconstruir la oposición cuerpo / alma, mostrando que un espíritu desencarnado, sometido a las exigencias de lo sociosimbólico, es un flagelo contra nuestro cuerpo. En realidad, un instrumento de control social, una cosa, internalizada que nos fuerza a ser lógicos, pero al enorme costo de complejizar nuestra relación con lo impulsivo. Para Rabelais el ejercicio de la razón no debe ser mortificante, sino placentero. Esta lucha, casi cruzada, contra la razón mortificante, es clave para entender la constante irrupción de lo disparatado en su obra.
El disparate suele definirse como algo ofensivo a la razón y al buen juicio. Generalmente, el término tiene una valoración negativa y descalifica a quien se presume su autor. No obstante, el disparate tiene un aspecto liberador. En El chiste y su relación con el inconsciente, Freud había señalado que el humor se basa en una “transgresión leve” de la normatividad social. Se expresa, así, un deseo que supone un “sacarle la vuelta” a la ley. Esta “resistencia” humorística al imperio de la norma no está destinada a ser tomada en serio, es una suerte de “válvula de escape” mediante la cual los seres humanos nos permitimos entrar en contacto con nuestros deseos más profundos sin desafiar abiertamente al orden social. El humor no pretende tanto reemplazar como aligerar la tiranía de lo social complaciendo imaginariamente a nuestros impulsos. El disparate se diferencia del humor en tanto supone un sujeto que pretende ser tomado en serio.
El disparate implica una distorsión de la lógica, una subversión de la razón. Rabelais en su obra recurre constantemente al disparate. De esta manera, lo inverosímil y lo maravilloso se abren paso. Al mearse la mula de Gargantua produce un río donde se ahoga buena parte del ejército de sus enemigos. Toda la artillería del enemigo, concentrada en Gargantua, no le produce mayor daño. Las balas quedan enredadas en su pelo y él se las saca fácilmente escarmenándose con un peine. El poder de Gargantua deviene de su empatía con su cuerpo y de su rechazo al racionalismo desvitalizador de la escolástica. ¿Puede considerarse a Gargantua como una figuración precursora del superhombre nietzscheano? En un sentido decisivo no, puesto que la soltura del deseo no atenta contra los mandamientos cristianos que están siempre en el transfondo de la obra rabelaisiana. Sus personajes obedecen a una lógica altruista y democrática que se fundamenta en el no usar al otro como objeto.
Al final de sus aventuras Gargantua funda la abadía de Theleme. La regla fundamental que norma la vida de los thelemitas es “haz lo que quieras”. Nadie debería sentirse obligado sino por su propio deseo. Todos se dedican al cultivo de su cuerpo y de su espíritu. No hay ninguna disciplina limitante. No obstante, en los cimientos de la abadía una gran lámina de bronce presenta un “enigma profético”. El enigma anticipa una catástrofe que amenaza a los thelemitas. Es posible que “cansados del ocio y el reposo” se dediquen a “sobornar a gentes de toda condición para que tengan altercados y parcialidades”. Introduciendo, entonces, el caos en el mundo y la vida. “Los más dichosos, quienes más reciben de ella, menos harán por no dañarla y perderla, e intentarán en más de una manera esclavizarla y hacerla prisionera”. Entonces, la vida no tendrá más salida que convocar a su creador para producir una catástrofe que castigue a los que por el aburrimiento se han dejado arrastrar a la tentación de la crueldad, de jugar con los demás. El “enigma profético” es una advertencia a los afortunados thelemitas. Sólo si perseveran en el cultivo de sí, podrán evitar la tentación de divertirse haciendo daño a los demás. No obstante, no queda claro hasta que punto la situación anunciada por el enigma habrá de ser realidad. Lo que sí es indudable es la desconfianza de Rabelais hacia lo que es su propio planteamiento: la libertad puede llevar al mal si es que no está ligada a un incesante desarrollo de la creatividad. De lo contrario, el aburrimiento conducirá a la autodestrucción.
La reivindicación del disparate es una lucha contra la tiranía de lo razonable, es una forma de rescatar nuestra libertad de la enajenación en los ideales mortificantes, como el sabio asceta. Una impronta similar se encuentra en Erasmo de Rótterdam en su Elogio de la Necedad (también traducido como Elogio de la Locura o Elogio de la Estulticia). El encanto de la necedad es visible para Erasmo sobre todo en los niños. Su comportamiento disparatado, sus preguntas “impertinentes”, nos mueven a risa, nos producen ternura. La seriedad, el acartonamiento resultan de la desvitalización que anuncia la muerte. Un racionalismo separado del cuerpo invita a una deconstrucción infinita, a la invisibilización de los hechos que hacen la vida alegre y llevadera.
En su Elogio de la Locura, Erasmo se dirige a sus pares, los hombres de saber, elaborando un discurso moral tremendamente serio pero dicho como en broma. Se trata de un discurso de combate, incisivo y provocador. Aquello que combate Erasmo es un conjunto de actitudes que pueden englobarse bajo la denominación de “razón mortificante”. Esta postura es criticada desde una toma de partido por la simplicidad, el humor y la vida. La “razón mortificante” está afectada por una embriaguez por lo imposible. Aspira a la perfección de manera que nada humano pueda satisfacerla. Entonces se tortura problematizando por gusto la realidad. De allí que su ejercicio convierta a sus cultores en personas tristes, severas y ascéticas. Han renegado del cuerpo, el humor y la vida. Mortalmente serios y aburridos. Además, como cada uno de ellos piensa ser el más destacado ocurre que sus relaciones están envenenadas por la competencia. Es decir, todos pretenden el reconocimiento de la propia supremacía que ninguno de ellos está dispuesto a conceder a los demás. Entonces, no es posible la amistad, ni la diversión. Están solos, amargados y resentidos. El ejercicio de esta “razón mortificante” no sólo tiene un aspecto vicioso y autodestructivo. Está impulsada, además, por un deseo de exclusivismo, por un sentimiento de superioridad; de allí que los entregados a ella recurran a giros oscuros que hacen que sus desarrollos sean impenetrables para el común de los mortales.
La lucha contra la “razón mortificante” supone la sencillez y la humildad. Rechazar la tentación maníaca de omnipotencia que sólo lleva a la frustración y a la amargura. Reconciliarse con los límites de lo humano. El elogio de la estulticia es un santo remedio. El humor libera de la tentación de lo imposible. El disparatar es la rebelión de la vida contra la tiranía del ideal mortificante de lo imposible. En este sentido Erasmo es definidamente anti-platónico y anti-romántico. Su impronta es decididamente vitalista y pragmática. Además resulta que muchas veces la pretensión de absoluto es sólo un adorno. De esta gente, supuestamente entregada al ideal ascético, nacen los fariseos y los escribas. Los que predican la sobriedad que ellos no practican.
¿En qué medida se sostiene la crítica de Erasmo? ¿La “razón mortificante” no será el rostro oculto de la razón especulativa? ¿Es realmente viciosa la “problematización por gusto” del mundo y la vida? ¿No habrá en Erasmo una resistencia a la pasión por el conocimiento que funda el espíritu científico y la modernidad? En cierto sentido puede considerarse a Erasmo como un antecesor de la filosofía de la vida representada en el siglo XIX por figuras como Nietzche y Dilthey. Nietzche hizo evidente el potencial nihilista del racionalismo moderno. Precisamente, la última defensa contra este desarrollo sería el reencuentro con el cuerpo y la celebración de la vida como hecho primordial, como un fin en sí mismo, al que el ejercicio de la razón debe subordinarse. En todo caso, el deseo de conocimiento, en contra de la expectativa de Erasmo, se convirtió en los siglos siguientes en una “pasión mortificante”. Lacan dice que “la pasión por la ignorancia”, el gusto por permanecer en la incertidumbre, el nunca dejar de hacerse preguntas, es lo que nutre el desarrollo de la ciencia. En efecto, si todas las preguntas y problematizaciones tuvieran que responder a interrogantes previos, la especulación, y con ella el avance del conocimiento, no tendría el ímpetu que hizo posible la modernidad. La figura de hombre de saber que se define como buscando lo imposible, haciéndose una pregunta tras otra, aspirando a un conocimiento total, ha sido un modelo que ha tenido una influencia decisiva y que ha dejado como legado un avance fulgurante en el control del hombre sobre el mundo. No obstante, pese a la utilidad social del espíritu científico, es claro que muchas de las críticas de Erasmo siguen vigentes. En efecto, la “pasión por la ignorancia” implica un comportamiento obsesivo que desvirtúa la humanidad de quien lo cultiva. De otro lado, también es cierto que el deseo de saber se articula íntimamente con una pretensión de poder. Mientras la obsesión implica instalar una máquina enajenante en la subjetividad, la pretensión del poder supone tratar al otro precisamente como cosa.
La actualidad de la crítica de Erasmo supone relativizarla. Cabe, entonces, preguntarse si es posible un ejercicio de la razón especulativa que no sea mortificante, que no lleve a la obsesión y a la voluntad de poder. Para que ello fuera posible sería necesaria una toma periódica de distancia frente a la cosificación obsesiva en las líneas señaladas por Erasmo. Es decir, en la reivindicación del humor y la sensualidad. No tomarse en serio, no pensarse como el mejor dentro de una lucha a muerte por el prestigio, no complejizar en vano o, en términos positivos, ser sencillo, buscar el goce compartido, ser indulgente con las propias limitaciones.
Dentro de este “ethos científico” cabe destacar el cultivo del gusto por disparatar. Precisamente, el disparate es una defensa de lo infantil y lúdico frente a la seriedad mortífera de lo racional. Dejar de lado la lógica, apostar al deseo, soñar maravillas. Y aunque sepamos que estamos soñando, continuar haciéndolo. Una vida más acorde al principio del placer, encontrar el equilibrio por medio de ilusiones que no tendrían que ser vanas, puesto que allí estarían los gérmenes de un futuro posible. Y aunque no anuncien un futuro, esas ilusiones tampoco serían vanas, puesto que la ilusión como una “anticipación de lo bonito” es en sí misma una vivencia satisfactoria y serena.
Freud pensaba que el psicoanálisis era una cura del alma por medio de una palabra amorosa. Los hombres seríamos capaces de liberarnos de nuestras servidumbres de modo que “donde estaba el ello, estará el yo”. Es decir, al hacerse transparente el inconsciente lograríamos una libertad que nos permitiera hacer realidad nuestros deseos. No obstante, Freud también dice que el psicoanálisis sólo puede rebajar nuestro nivel de angustia, hacernos unos neuróticos comunes, unos infelices promedio. La condición humana no daría para más. Estas conclusiones pueden sonar demasiado desencantadas. Por otro lado, Lacan considera que uno es allí donde no piensa, que el psicoanálisis debería reintegrarnos en nuestra pueril espontaneidad dejando en suspenso los mandatos mortificantes. Sea como fuere, lo que no está en discusión es la función liberadora del humor. Como dice Bajtin, “todo aquello que es realmente grande debe incluir un elemento de risa. En caso contrario, se vuelve algo amenazante, horrible o amanerado; en todo caso, algo limitante. La risa levanta la barrera, abre el camino”.
Winnicot dice que el desarrollo de la individualidad supone una negociación constante entre la naturaleza que somos y la cultura a la que pertenecemos. Mediante el desarrollo de un “espacio interior” definido por la reflexividad y la capacidad de juego, el individuo puede ser capaz de satisfacer tanto sus impulsos como las demandas sociales. El individuo es una figura que supone la posibilidad de no caer ni en el extremo de la impulsividad total, lo que Klein llamaría la posición esquizoparanoide, ni, tampoco, en la compulsión repetitiva que implica el subordinarse enteramente al orden socio-simbólico, asumiendo una identidad que a uno lo desconecta de su transfondo primordial. La creación de este espacio supone la existencia de una “madre suficientemente buena” que nos permita enfrentar “lo arcaico” sin huir hacia un conformismo social. Entre la regresión esquizoide y la obsesión sumisa, en ese espacio “transicional” es posible la libertad y el desarrollo humano. Se trata de relativizar las demandas provenientes de la naturaleza y la sociedad, en una conciliación que permita el desarrollo personal.