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¿Es el sexo la respuesta? El mito de la sexualidad como paraíso y salvación

Publicado: 2005-12-30

I

La misma creencia está presente en (casi) todas partes. Las imágenes de cuerpos jóvenes, (casi) desnudos, aluden a un relato oculto del cual esas imágenes son como fragmentos alusivos. En realidad, esos relatos, aunque puedan situarse en lo más avergonzado de las fantasías personales, tienen poco de elaboración individual. Están rigurosamente pautados por la sociedad. La promesa que se nos hace (a los hombres, sobre todo) es que el sexo es la satisfacción suprema de la vida. La experiencia sexual es postulada como la gloria. Todo lo demás debería girar en tono a la breve eternidad del éxtasis sexual. Un regreso furtivo pero contundente al paraíso, la salvación de lo aburrido e intrascendente. En su versión criolla el mito de la sexualidad tiene sus inflexiones propias. Una sensualidad acrecentada, no perturbada por la culpa, definitivamente libertina. Leonidas Yerovi, con su repentismo inspirado, lo dice muy bien en su poema Recóndita:

"Como un ir y venir de ola de mar

así quisiera ser en el querer:

dejar a una mujer para volver,

volver a otra mujer para empezar…

Golondrina de amor en anidar,

huir en cada otoño del placer

y en cada primavera aparecer

con nuevas tibias alas que brindar.

Ésta, aquélla, la otra… Reunir

de tantas dulces bocas el sabor

y al terminar la ronda, repetir.

¡y no saber jamás cuál es mejor!

Y así, ola de mar, ir a morir

en sabe Dios qué playa del amor…" (Yerovi 2005:534).

Se trata, desde luego, de una fantasía (sobre todo) masculina donde la vida se desenvuelve en la búsqueda de un placer que solo puede encontrarse en la proximidad y posesión de una serie de cuerpos femeninos.

II

Para Freud(1) la sexualidad humana se define como la búsqueda del goce más allá de la satisfacción biológica(2). El bebé acaba de mamar y está ahíto pero igual quiere seguir succionando. Esa fuerza, ese querer más, es la libido. Es una pulsión lábil que tiene que ser configurada por el entorno social. Su existencia es distintivamente humana. Tal como también lo es la prohibición del incesto que significa que este empuje, que originalmente apunta al cuerpo de la madre, tendrá que ser redirigido hacia otros lugares.

En un inicio la boca es la zona donde se concentra la posibilidad de placer. Luego vienen el ano y los genitales. Más tarde se puede cristalizar la llamada sexualidad genital adulta. No obstante, la libido se fija en ciertas áreas del cuerpo, las zonas sensibles, erógenas, aquellas cuyo con-tacto produce goce. Según Freud todos los seres humanos somos, en distinta medida, polimorfos perversos y, también, bisexuales. Pero la sexualidad lábil del infante polimorfo se va configurando en la socialización de acuerdo a los avatares de la experiencia y a los vectores imaginarios que esta alimenta.

Sea como fuere, la búsqueda del goce queda asociada a ciertas representaciones. Las fantasías son como escenas teatrales. Y esas fantasías son las que enmarcan el deseo; las que atrapan ese empuje hacia el goce. En realidad, el deseo, como imagen social que anticipa el placer y la satisfacción, permite canalizar la libido hacia el objeto prometido. Si la satisfacción no se da, la tensión se acumula, causando la ansiedad correspondiente. Cuando esa tensión se descarga viene el alivio y el placer. Los guiones del placer erótico son muy diversos: heterosexualidad, homosexualidad, masoquismo, exhibicionismo, voyeurismo, fetichismo, pedofilia, sadismo, etc. Todos estos guiones están inscritos en la sexualidad infantil. Algunos son considerados socialmente inaceptables, otros, en cambio, son fomentados como “normales”. Sin embargo, desde un punto de vista ético o crítico, cabe decir, aunque sea de paso, que no todos los guiones aceptados podrían ser considerados “buenos” y tampoco todos los rechazados tendrían que ser “malos”. Discutir la moral hegemónica es el principio de una crítica cultural. En efecto, si calificamos de malos a los placeres que suponen crueldad, goce en el sufrimiento ajeno o propio, entonces la sexualidad homoerótica no caería necesariamente en esta categoría. En el mismo sentido, el sadismo asociado al machismo podría ser considerado como malo pese a la licencia social que lo estimula.

La sexualidad puede ser sublimada. Precisamente la creación de valores supone ligar a la energía del Eros con otros fines; así, ella se dirige a objetivos que vienen a suplantar la satisfacción sexual con otro tipo de recompensas. Lacan dice que la sublimación consiste en elevar algo a “la dignidad de la cosa” (Lacan 1997). La cosa es lo absoluto, es la gloria de la fusión con la madre, la experiencia imaginada de una satisfacción total. La sublimación hace posible el surgimiento de lo que Lacan llama “pequeños objetos a”. Es decir, los objetos-causas del deseo. Esos señuelos que guían nuestro afán, nuestro ser en el mundo. Entonces la sublimación nos sustrae de la sexualidad y abre el espacio a la cultura y otras actividades. Finalmente, la sublimación es el proceso que permite que un individuo o sociedad se construya un firmamento de valores. La sublimación implica, dice Freud, reemplazar una satisfacción “más impulsiva” por otra “más elevada”. Pero la sublimación puede desvanecerse.

De hecho, no puede pensarse la sublimación como algo definitivo, “conquistado” de una vez para siempre. Es seguro que aún en las personas más comprometidas con los valores espirituales, la sublimación tiene sus alzas y bajas. En este sentido es ejemplar el testimonio del Abate Pierre, el admirado sacerdote francés fundador de la Comunidad de Emmaus. En su autobiografía titulada ¿Por qué Dios mío? cuenta que en varias ocasiones cedió a la tentación del deseo sexual. No obstante, luchó por que ese deseo no se “enraizara” en él, pues pensaba que solo sobre la base de esta renuncia era posible lograr la disponibilidad total que su obra le exigía. Pero, desde este doloroso triunfo personal, no pretende hacer doctrina. De hecho, el Abate Pierre se pronuncia contra el celibato sacerdotal y a favor de la ordenación de mujeres(3).

Se plantea entonces el tema de la de-sublimación. Los valores se caen. Regresan, o se recuperan, satisfacciones más elementales. Zizek insinúa que la de-sublimación (represiva) es algo característico de nuestros tiempos . Siguiendo a Lacan, considera que el mandato social que nos constituye como sujetos es precisamente el de ¡goza!, pásalo bien, no te prives de nada que pueda ser placentero. Somos pues, como dice Juan Carlos Ubilluz, los “nuevos súbditos” de mandatos de-sublimados. En el campo de la sexualidad la de-sublimación implica que la articulación entre sexo y amor se debilita y se vuelve problemática. El sexo se convierte en una experiencia más física y sensorial, menos comprometida con idealizaciones que, como el amor romántico, ya no son tan vigentes. Y esta de-sublimación es desencantada, en tanto el sexo, como mera experiencia física, se ha convertido en el motivo central de una narrativa que promete la felicidad pero que finalmente decepciona. El sexo como el camino hacia la gloria es una ilusión fomentada por la sociedad de consumo. En cualquier forma, la (relativa) desarticulación entre sexo y amor debilita los vínculos de pareja. Los torna líquidos, faltos de solidez, como dice Bauman en Amor líquido (2005).

Entonces pareciera ser que el sexo es una actividad que atrae mucho más de lo que realmente satisface. Una fantasía tan potente, sin embargo, que ninguna realidad puede desmentirla; las decepciones no son contadas, de manera que en nuestro imaginario el sexo sigue siendo algo fabuloso. Joan Copjec dice que el sexo es un “traspié del sentido” (Copjec 2006:23). Digamos que es un mito que impide pensar pero condiciona el actuar. La fuerza del mito funda los efectos de poder de las ideologías. Podemos seguir cautivados por expectativas mil veces desmentidas porque no podemos renunciar a creencias que estructuran nuestra subjetividad. El mejor ejemplo de esta situación lo presenta Zizek cuando se refiere al caso del alemán nazi que se lleva cordialmente con su simpático vecino judío (1992). En principio esa relación podría ser un desmentido práctico a la ideología antisemita. No obstante, también puede ser interpretada como su demostración más fehaciente. Entonces el nazi podrá decir: ¡mira que son aventajados los judíos que siendo lo que son hasta pueden aparecer como buenas personas! En este momento la vigencia del mito implica el secuestro de la experiencia, impide la posibilidad de contactarse con las vivencias. El mito de la sexualidad como paraíso implica, de la misma forma, una suerte de “blindaje” de la creencia. Ninguna realidad, por decepcionante que sea, podrá desmentir la “verdad” del mito.

III

Quizá la proliferación de la pornografía sea la expresión más inequívoca de la de-sublimación. El voyeurismo incita un deseo que puede prolongarse por su misma insatisfacción. Un deseo que arde y que puede convocar a un sadismo machista. ¿El voyeurismo es un placer en sí o es solo un grado inferior del sadismo machista? A esta pregunta caben dos respuestas posibles que no se oponen entre sí. Es decir, la pornografía puede ser valorada como el primer capítulo de una narrativa que se desarrolla en el guión sádico machista. Pero también puede ser un consumo de imágenes que se agote en sí mismo. En todo caso, la diferencia está en que actuar el guión sádico implica una formación perversa, un sentir que el placer solo puede ser obtenido gozando con el sufrimiento ajeno. Mientras tanto, la fantasía voyeurista no entraña, en sí misma, el impulso a un goce sádico. Acá podemos referirnos a la letra del vals, Sueños de opio de Felipe Pinglo. En todo momento el fumador de opio, que es el sujeto de la enunciación, sabe que las bellas huríes son solo criaturas de su imaginación; no obstante, se abandona a su fantasía y algún placer obtiene. De otro lado el consumo de opio lo extenúa(5).

IV

En todo caso, la educación de la sexualidad es un proceso fundamental para la generación de los vínculos sociales y de las subjetividades. ¿Cuáles son las fantasías o guiones a través de los que la sociedad promete encauzar nuestro empuje vital y brindarnos el ansiado goce? ¿Estos guiones implican una sublimación radical o solo parcial de la sexualidad? La modernidad “clásica”, centrada en los valores de progreso colectivo y éxito personal, exige una sublimación potente, drástica. En ella los fines de la existencia deben estar orientados hacia el logro reiterado de hazañas, pequeñas y grandes. Como consecuencia se libidinizan una serie de actividades que pasan a convertirse en fines en sí mismas. De la misma manera que el niño succiona su chupón pese a no tener hambre, el empresario acumula un millón tras otro aun cuando no tenga necesidad de ese dinero. Así también el hombre de saber, o el artista, produce sus obras porque le gusta, sin finalidad práctica alguna. El plus de goce, la excitación placentera sin que medie una demanda biológica, es lo que todos buscamos. La sociedad nos plantea las actividades donde tendríamos que concentrar nuestra fuerza libidinal. El poder, el dinero, el saber, la belleza, se convierten en fines en sí. Además, la sociedad nos solía decir que la sexualidad que no puede ser sublimada en estas actividades debería discurrir en la monogamia heterosexual basada en el amor romántico. Es decir, el matrimonio para toda la vida. Pero con el deterioro de la modernidad clásica, o, si se quiere, de la expectativa de una sola dirección para encontrar lo bueno-feliz, la sublimación se vuelve problemática. Ya no hay un consenso social que la instituya, cada individuo queda mucho más libre y desorientado para definir los caminos de su libido. Esta situación es un resultado no intencional de la revolución cultural de los años 60 que, pretendiendo afirmar un nuevo rumbo para la vida, llevó a una radical y desconcertante ampliación de la libertad.

V

En efecto, desde esta revolución cultural las sublimaciones de la modernidad clásica han perdido mucha fuerza. En los años 60 se planteó una “liberación radical” de la sexualidad. La propuesta era acabar con la represión victoriana y con la sublimación compulsiva impuesta por esta formación cultural. Se instituye entonces una promesa de felicidad basada en una resexualización del cuerpo y de la vida. Herbert Marcuse, el profeta de esos tiempos, piensa que el erotismo ha sido, de un lado, abusivamente concentrado en la genitalidad; y, del otro, que demasiada energía del Eros ha sido reconducida hacia el trabajo (Marcuse 2003). Su propuesta es investir nuevamente al cuerpo de ese Eros que le fue sustraído y, también, liberar la sexualidad de los guiones que la sofocan. Para los jóvenes que encarnan más decididamente la propuesta de la época, el sexo comienza a ser entendido como el sentido más importante de la vida. En consecuencia, se hace imperativo ampliar la experiencia, crear guiones alternativos a la “sexualidad genital madura” que, también en ese momento y bajo el empuje del feminismo, comienza a descubrirse como patriarcal y opresiva para las mujeres.

Las nuevas búsquedas se fundan en la idea de acabar con la represión. El mito de la sexualidad como salvación y paraíso adquiere una vigencia redoblada. La libertad sexual se proyecta en múltiples formas. La reivindicación feminista postula para la mujer el estatuto de sujeto del deseo. Otro tanto ocurre con la gente sujeta a sexualidades alternativas. Nunca el sexo adquirió tanta visibilidad, nunca se esperó tanto de él. No obstante, muchos años después debemos preguntarnos ¿adónde ha ido a parar la revolución sexual? La respuesta es difícil y compleja. Pero creo que estamos viviendo un debilitamiento del mito. No es -desde luego- que la sexualidad no sea importante en el mundo de hoy. Pero creo que ha dejado de ser postulada como sentido de vida, como experiencia trascendente, tal como ocurrió en los momentos de mayor expectativa. Aquellos donde se esperaba (casi) todo del sexo. Cuando el mito legitimó todas las exploraciones concebibles. Quizá las más atrevidas de esas experiencias fueron la pareja abierta y la convivencia grupal. La pareja abierta era una forma de rearticular la relación entre amor y sexo. La estabilidad del amor no tendría por qué sofocar el ansía por el disfrute sexual. Sería posible combinar el compromiso con la variedad. De otro lado, la convivencia grupal y el intercambio de parejas significaban limitar la apertura a un grupo estable y definido. En todo caso, estas nuevas formas de socialidad no tuvieron éxito. Las parejas abiertas terminaron por romperse y la convivencia grupal fue demasiado conflictiva como para perdurar.

En algún momento en los años 80 el sexo comenzó a perder centralidad. Con el pasar de los años el mito de la liberación sexual como salvación se ha fatigado. No cabe en estas líneas un balance de estas exploraciones. No obstante, hay ciertas figuras que siguen apostando al mito como estructurador de un sentido de vida. Es el caso, por ejemplo, de las figuras del playboy y el viejo verde. Figuras, sin embargo, poco prestigiadas.

VI

La idea de la sexualidad como mito está ejemplarmente desarrollada por Michel Foucault. Desde una visión culturalista del ser humano, Foucault supone que la sexualidad es ante todo una construcción social(6). La subjetividad moderna se instituye a partir de una relegación del sexo que termina, paradójicamente, por sobrevalorarlo. La “puesta en discurso” del sexo está destinada, finalmente, a postularlo como el eje de la existencia. El discurso moderno se corresponde con lo que Foucault llama la “hipótesis represiva”. “…Erigir un discurso donde se unen el ardor del saber, la voluntad de cambiar la ley y el esperado jardín de las delicias: he ahí, indudablemente lo que sostiene en nosotros ese encarnizamiento en hablar de sexo en términos de represión” (Foucault 2002:14). No es que Foucault niegue la existencia de la represión. Su hipótesis es que la hipertrofia del discurso que denuncia la represión como hecho fundamental de la condición humana, implica, realmente, una mistificación del sexo. Se crea entonces la expectativa de que nos aguarda un “jardín de las delicias” cuya entrada está arbitrariamente restringida.

Para Foucault en los tiempos modernos se postula a la sexualidad como una suerte de sustrato profundo del mundo interior, una verdad cierta, algo prometedor y peligroso. Esta situación justifica un dispositivo de represión y control de la sexualidad; ese dispositivo es el diálogo interior, la vigilancia de sí, la acentuación de la conciencia. Se trata de controlar y relegar lo que, paradójicamente y por la propia denigración y ocultamiento, se sobrevisibiliza convirtiéndose en central en la existencia humana. La normalización sexual, la interiorización de lo socialmente correcto, crea culpa y vergüenza en la relación con nuestro cuerpo y sus demandas, siempre excesivas, en relación al estrecho marco de la ley, de la narrativa hegemónica. Entonces el mundo interior se densifica y problematiza, teniendo al centro las fantasías que la sociedad no acepta pero que ella misma ha promovido mediante la exaltación y la represión del sexo.

La sociedad moderna produce un “discurso científico” sobre el sexo, “ciencias sexuales”. Estudia el sexo, analiza y clasifica sus modalidades, tanto las “legítimas” como las “mórbidas”. Estudia su fisiología. Trata de fijar una sabiduría que lo haría aún más placentero. Pero todo ese saber está al servicio de un poder organizador de la vida. Entonces el sexo termina siendo un poderoso instrumento de modelamiento de las subjetividades. Somos producidos en serie como seres sexuados.

Tradicionalmente el cuerpo femenino, especialmente el joven, se sitúa en el centro del deseo masculino. Al disminuir la potencia de muchas de las sublimaciones clásicas la vida ha perdido gran parte de las orientaciones que la sostenían como valiosa. Y aparecen nuevas búsquedas orientadas a un goce más corporal e inmediato. Desde esta perspectiva un tanto desencantada el envejecimiento y la muerte se presentan como puro sinsentido. Adicionalmente, el debilitamiento de la religión hace más difícil dar a la muerte una significación apaciguante. La consecuencia es que la muerte es sustraída del horizonte de la época. Es un hecho traumático que discretamente se oculta. Para Castoriadis esta actitud de negar la muerte equivale a un rechazo de nuestra finitud constitutiva (Castoriadis 1997). Y parte de esta negación de la muerte es la postulación de la sexualidad como una suerte de trascendencia intramundana. Castoriadis nos advierte que aferrarnos a lo sensual de la vida nos puede hundir en la insignificancia y la trivilialidad(7). Este llamado lo coloca en el plano de la modernidad clásica. Para Castoriadis la primera víctima de esta situación es el pensamiento crítico. Ese que vota contra lo que existe y que imagina y afirma lo posible. En cualquier forma, el rechazo de la muerte se expresa como temor al envejecimiento, y marginación o desprecio a los ancianos; y, naturalmente, también aparece como lo inverso, es decir, culto a la juventud valorada como la única época en que la vida merece ser vivida. Así, la plenitud física es la imagen viviente de la felicidad.

VII

Al rechazo de la muerte hay que agregar la sublimación del consumo. Antes comprar algo, cualquier cosa, era un modo de satisfacer una necesidad. Ahora comprar tiende a ser un fin en sí, la realización de un deseo producido por la propia industria publicitaria. Y se compran bienes que no son útiles, todo por el mero gusto de adquirirlos y tenerlos. El ascetismo propio de la modernidad clásica es dejado de lado. El consumo se libidiniza y se convierte en una de las actividades de la que se espera más satisfacciones. En nuestra época la identidad está crecientemente definida por el consumo. La libido abandona, parcialmente, el mundo del trabajo y del saber. Se concentra en la expectativa de comprar y tener; aunque sea algo que quizá nunca se use. No importa, pues se espera, como en el caso del sexo, que la siguiente compra sí aportará ese placer que tanto se escurre. Ahora casi todo se compra y se desecha. Las cosas se usan mucho menos y su consumo termina siendo una decepción, como dice Lipovetsky (2008).

La mistificación de la sexualidad es parte de esta situación definida por el rechazo a la muerte y la erotización del consumo. Una de las figuras que mejor encarna esta mistificación es el “viejo verde”. En esta figura confluyen la de-sublimación y la apoteosis del mercado. El “viejo verde” añora la juventud ida y siente, de acuerdo con la propuesta reinante, que el cuerpo joven es la fuente de una segunda vida que lo aleja del sinsentido de la muerte. “Verde” se asocia a lo inmaduro pero prometedor. Es el color que simboliza la esperanza, la anticipación de lo bonito. Entonces la expresión “viejo verde” es un oximorón. En principio un viejo no podría ser verde, pues su cuerpo está decayendo. Pero la expresión alude a una realidad: el viejo tiene la esperanza de que el encuentro con el cuerpo joven restituya su vitalidad, la fuerza de su deseo. La figura femenina que corresponde al viejo verde es la “lolita”. El término “lolita”, usado para designar a las jóvenes apenas púberes, se consagra probablemente a partir de la célebre novela de Vladimir Nabokov. Su uso es extendido en Chile. En otros países no es el único. Abundan las alternativas: bebita, nena, chibola, chiquilla, muñeca. También hay algunos más sofisticados, como núbil o nínfula. En inglés las palabras más usadas son babe y teen.

En su artículo Confusión de lengua entre los adultos y el niño. El lenguaje de la ternura y de la pasión, Sandor Ferenzci reconstruye el origen de la niña-mujer disponible para establecer relaciones sexuales (Ferenzci 1984). En un inicio esta niña, o joven, es inocente pero “alimenta la fantasía lúdica de investir el papel de madre” en un adulto. Es decir, demanda ternura, un “amor objetal pasivo”, demanda recibir un afecto que confirme su valor y que pasa por la piel y el erotismo pero que no es sexual en el sentido restringido del término. Digamos caricias. No obstante el adulto interpreta (¿maliciosamente?) esta demanda como requerimiento sexual. Si la respuesta del adulto es sexual, el niño, o la niña, queda como paralizado. “Su personalidad no se halla suficientemente consolidada como para protestar, aunque solo fuera mentalmente, porque la fuerza y la autoridad excesivamente poderosas del adulto lo entorpecen y le arrebatan el sentido. Pero esta misma ansiedad, si alcanza cierto nivel máximo, lo obliga a someterse como autómata a la voluntad del agresor, a adivinar todos sus deseos y satisfacerlos, completamente olvidado de sí mismo se identifica con el agresor… la introyección de los sentimientos de culpa del adulto hace aparecer lo que hasta entonces era un juego inofensivo como un delito punible… Su vida sexual queda detenida en su desarrollo o bien adopta formas perversas… La personalidad débil y poco desarrollada reacciona ante un hecho repentino y desagradable, no con una defensa sino con una identificación –dominada por la ansiedad- e introyección de la persona amenazante” (Ferenzci 1984:145).

Las ideas de Ferenzci son claves para entender la novela de Nabokov. En ella, Dolores, cuyo sobrenombre es Lolita, es la niña-mujer que por la súbita muerte de su madre queda desguarnecida de toda protección. Ella reclama de manera insaciable una ternura que ahora solo puede obtener de su padrastro. El padrastro es el solitario profesor de literatura Humbert, que tiene una debilidad por las nínfulas. Las razones de esta inclinación, insinúa Nabokov, tienen que ver con la muerte prematura de la niña que fue el primer amor de Humbert. Desde entonces se instala en él un temor a la muerte o un deseo por el cuerpo juvenil. En cualquier forma Humbert exige favores sexuales para saciar el ansia de ternura de su hijastra. Muy pronto se inicia una relación perversa entre los protagonistas. Humbert adora la imagen de un cuerpo que, acercándose a la plenitud de sus formas, no ha sufrido aún los estragos del tiempo. Un cuerpo que materializa el ideal de lo eternamente bello. Lolita rechaza a su padrastro, pues le ha robado su inocencia; no obstante depende de él. Entonces, se venga y lo humilla, le exige dinero y le recorta el acceso a su intimidad. Finalmente lo abandona. Primero por otro adulto. Y luego se aferra a una relación más convencional; se casa con un joven pobre al que puede manejar y con quien se puede sentir segura. No obstante, su vida quedará marcada por el duelo (casi) insuperable de una inocencia tan abruptamente perdida. Mientras tanto el padrastro se venga de quien le arrebató a Lolita, asesinándolo, y luego, carcomido por la culpa, se entrega a la policía y muere en prisión, no sin antes dejar a Lolita todas sus posesiones.

Al convertirse en causa-objeto del deseo la lolita adquiere un enorme poder. Se reduce a una cosa, pero es una cosa muy valiosa. El viejo verde se obsesiona y da su vida por ella. La lolita es un fetiche en términos de ser un semblante de aquello que no existe. En efecto el viejo verde ve en ella algo que en realidad no está en ella: la capacidad de detener el tiempo. La lolita logra dinero, poder, ternura y sexo del viejo verde convertido entonces en el “sugar daddy”. Probablemente obtenga un sexo de baja calidad(8). Pero eso es, quizá, lo que menos le importa. Lo que es seguro es que la lolita consentirá en presentarse como el objeto del deseo de su protector. En cierto sentido ella es un equivalente funcional de los íconos religiosos. La beatitud con que se mira a Cristo crucificado es similar a la expectativa de redención con la cual el viejo verde ve el cuerpo de la lolita. Por su parte, ella se vende por ternura, poder o dinero. O por un poco de cada cosa.

La lolita se sitúa en el lugar protagónico de las fantasías del viejo verde. El repertorio de su gestualidad está, por tanto, en función de las expectativas de su contraparte. Un primer semblante es el inocente y virginal. “Yo no sé nada pero igual me ofrezco. Aquí estoy. Puedes hacer conmigo lo que tus deseos dicten, pero no seas malo.” La supuesta ignorancia atiza las fantasías de posesión y la voracidad del viejo verde. Pero también lo vuelve tierno y agradecido. Está comprado, hasta cierto punto, dominado. No obstante, igual podrá cansarse y buscar otro cuerpo. La lolita virgen pretende una relación duradera, su expresión angelical y vacía se presta a proyectar en ella tanto un ardor posesivo y voraz como un sentimiento de ternura. Pero ella tiene un segundo semblante, el cómplice y perverso. Entonces la lolita anuncia en su gestualidad que sabe lo que se pretende de ella. Invita y seduce. “Yo sé lo que quieres y estoy dispuesta a dártelo. Pero, como bien sabes tú, eso tiene un precio que debes pagar”. “Sabida”, “mañosa”, aquí la lolita no apuesta a un poder o control duradero. La idea es obtener un beneficio inmediato. Entonces ofrece su cuerpo como objeto de deseo. El tercer semblante es, indudablemente, el más común y exitoso, pues representa una mezcla de los dos anteriores. La lolita que al mismo tiempo es virgen y puta. Seduce, pero pretende no estar consciente del mensaje que sus gestos transmiten. Se chupa el dedo pero está desnuda y convoca el deseo masculino. De alguna manera reúne las ventajas de los dos semblantes anteriores. Despierta ternura y voracidad. Está disponible para encuentros rápidos o relaciones más sostenidas. Con Lacan podemos decir que la lolita es otro de los “nombres del padre” (Lacan 1975). Es decir, un semblante que atrapa algo de lo real femenino en función de las fantasías masculinas.

La figura del viejo verde inspira sentimientos encontrados. A veces su drama despierta humor y simpatía. Sambuceti, el protagonista de la exitosa serie argentina Poné a Franccela, es un hombre de mediana edad que arde de deseos por la “nena”, una lolita joven, guapa y coqueta. Pero como Sambuceti es un caballero, resulta que el viejo verde que lleva a cuestas está contenido. Entonces, vive al borde de la locura y el infarto. Tiene que contentarse con un coqueteo que no puede llegar a culminar en una relación sexual. La permanente enervación de un deseo que no puede realizarse suscita la risa y el respeto del público por el personaje. Es el drama del caballero tentado por su viejo verde. Si se desmadrara como tal el personaje despertaría repulsión. Sería valorado como alguien que se vale de su poder o de su dinero para adquirir algo que no le corresponde.

VIII

En la juventud masculina la mistificación de la sexualidad, y su desvinculación del amor, apuntan a una objetivación del cuerpo femenino, a una mayor dificultad para el compromiso. La sociedad le dice al joven que está viviendo lo mejor de la vida. Y el sexo es el centro mismo de ese esplendor. Entonces los compromisos son vividos como ataduras que impiden esas experiencias gloriosas. Aquí la seductora figura del playboy adquiere un gran predicamento. En la juventud femenina, mientras tanto, el requerimiento de la virginidad pierde vigencia y se legitima la posibilidad de un ejercicio libre de la sexualidad, aunque este ejercicio deba estar orientado hacia la búsqueda del hombre correcto. Lo deseable es que una relación que se inicia sea, al menos en potencia, “la” relación perdurable. En todo caso el sexo ha dejado de ser el tabú intimidante y es posible un ejercicio más libre y menos atormentado de la sexualidad. No obstante, como se verá, la mujer de hoy está sometida a una nueva tiranía: la de encarnar el modelo de esbeltez.

IX

La sexualidad femenina es muy diferente a la masculina. La mujer genérica no existe, dice Lacan, porque cada mujer es una singularidad irreductible a un tipo (Lacan 1975). No hay pues un modelo de identidad que englobe a las mujeres como ocurre en el caso de los hombres con el macho que desea a todas las mujeres. El goce femenino no está necesariamente capturado en lo genital. El goce femenino recorre todo el cuerpo. Es “otro” goce, menos concentrado en un lugar específico pero más intenso. La sabiduría tradicional lo considera mucho más potente y deseable(9).

En todo caso, en lo inmediato, la mistificación de la sexualidad ha masculinizado el cuerpo femenino. La seducción del goce fálico o clitoriano lleva a muchas mujeres a no explorar la posibilidad de ese otro goce. Incluso, junto con el viejo verde, surge lo que puede llamarse, aun cuando carezca de un nombre consagrado, la “tía caliente”. La mujer mayor que gracias a su poder instrumentaliza al joven varón.

La tendencia opuesta, es decir, la feminización del cuerpo masculino es mucho más incipiente. En principio nada prohíbe imaginar que el cuerpo masculino pueda acceder a ese otro goce, más difuso y menos activo, al logro de una inconsciencia donde el mundo interior parece disolverse en un éxtasis místico, en una comunión con todo lo existente. No obstante el acceso del cuerpo masculino a ese otro goce es dificultado por la definición cultural de la masculinidad como actividad y búsqueda de posesión mediante el falo.

En realidad el rechazo a la condición de objeto se ha generalizado. Y resulta que la condición de objeto es –potencialmente- la más placentera, aunque socialmente sea la menos prestigiosa.

En el orden patriarcal el goce femenino resulta problemático. Es sospechoso y legítimo, a la vez. De un lado, demasiado ardor puede llevar a la mujer a la infidelidad. Una dama no tendría por qué calentarse tanto. Del otro, sin embargo, el goce femenino es deseable pues hace que el caballero se sienta potente y bien recibido. En este impasse se solía aconsejar a la dama moderación, o en todo caso, fingir el placer. Entonces, no se desarrolla el peligroso ardor pero tampoco se decepciona al caballero.

En nuestros días la mujer joven no quiere ser una suma de objetos atractivos para un macho primordial, o para su remedo, el viejo verde. ¿Aspira al goce fálico de la jugadora o de la tía caliente? ¿O aspira a ese otro goce con el que podría convertirse en maestra para el hombre?

X

La belleza está en todas partes. Pero en algunas más que en otras. Como la suerte, la belleza está mal repartida, lo que es obviamente una injusticia. En todo caso, la belleza es la huella de lo absoluto. Su contundencia confunde y anonada. Asusta e intimida. Su esplendor empequeñece. Hace pensar en lo trascendente. El culto a la belleza puede ser (como) una religión. Quizá la belleza más accesible sea la del cuerpo humano. La figura de David esculpida por Miguel Ángel o la de Venus de Milo resultan sobrecogedoras. En ellas está presente nuestra humanidad, pero ¡en qué forma tan gloriosa! Su perfección estremece. La relación entre belleza y erotismo es compleja. Se presta a ser abordada desde la biología o desde la cultura.

Hay mujeres que escogen hacer de la belleza la raíz de su ser en el mundo. La pretensión de ser adorable impulsa a la bella a buscar hombres que se derrumben a sus pies. Su libido está investida en el propio cuerpo, en su misma imagen. Horas mirándose al espejo. Juzgándose. “Quizá no tan perfecta, pero casi, casi”. Esta dirección autoerótica de la libido resulta del aliento de quienes la rodean, empezando por los padres. Si sigue tal aliento, si se deja arrastrar por él, entonces la bella se creerá una diva. En todo caso, la belleza es una invitación a la ilusión. Frente a ella los deseos de los hombres se harán más vivos y vehementes. Estarán dispuestos a esperar, transigir, merecer. La bella es un pedazo de cielo. Pero malo es el negocio de las jóvenes que juegan a ser (únicamente) bellas. Ya lo dice el refrán: “la suerte de la fea la bonita la desea”. Se vuelven engreídas, acostumbradas a recibir todo a cambio de una sonrisa o, aún menos, a cambio de un simple dejarse ver. Es la figura de la hueca que termina amargada cuando su belleza se deteriora.

Elaine Scarry en su libro On Beauty and Being Just (2001) desarrolla la idea de que la belleza nos inmoviliza en la contemplación para impulsarnos luego a reproducirla. Es decir, de la admiración pasamos a querer duplicar la belleza por medio del dibujo, la fotografía o la escritura. O, simplemente, a través de la memoria. En todo caso la belleza nos mueve el piso, abre una dimensión extracotidiana en la que lo útil y rutinario queda en suspenso. El deleite que produce nos cerciora acerca de nuestros gustos. Nos pone en contacto, de forma fácil e inmediata, pero indiscutible y acrecentada, con aquello a lo que realmente aspiramos. Es más, experimentar la belleza nos hace generosos y justos. Capturados por su encanto no queremos sino que prolifere. Nos convertimos entonces en sus (re)creadores y publicistas. Queremos gozar y que otros gocen.

Las ideas de Scarry son muy interesantes pues fundamentan la posibilidad de una educación por el arte. Pero ¿puede el arte reemplazar a la moral? Vivimos en una época en que lo bello se ha convertido en el camino a lo trascendente. El arte ha reemplazado a la religión como fuerza sublimatoria. Ya no se nos promete el cielo, la redención extramundana, sino el esplendor de los sentidos, el éxtasis intramundano.

Según William James la religión puede ser definida como “los sentimientos, los actos y las experiencias de individuos en soledad, en la medida en que estos creen estar en relación con aquello que consideran lo divino” (James, citado por Taylor 2003:17). Lo divino es lo trascendente, aquello que produce sentido, lo que representa un fin en sí y que como tal nos orienta en el misterio de la vida. A la vez una dirección y un refugio, los mandatos que guían nuestra existencia. En este sentido se puede decir que el trabajo y el sexo son las dos grandes religiones de nuestra época.

Freud dice que la belleza produce un goce “ligeramente embriagador”. Pero ese goce supone una “orientación estética de la finalidad vital”. De otro lado, el mismo Freud confiesa no saber mucho de la belleza: «Lo único seguro parece ser su derivación del terreno de las sensaciones sexuales… Primitivamente, la “belleza” y el “encanto” son atributos del objeto sexual» (Freud 1981a:3029). Es decir, Freud piensa que el goce estético es similar en su naturaleza al sexual y que puede funcionar como un reemplazo siempre y cuando la vida se oriente estéticamente.

En este sentido es muy ilustrativo referirse a la página web de la modelo rusa Evgenia Eremina(10). Este portal presenta a la bella joven como divina, en el sentido de ser una recreación de Eva por obra de Dios. O mejor, es Eva antes de la caída. Entonces la visión de Evgenia equivale a un regreso al Edén. Mirarla sería como atisbar furtivamente el paraíso. Su imagen es la “personificación de un sueño”. El admirador o creyente de Evgenia es invitado a sentirse agradecido a Dios por haber creado una belleza que es como su huella, como el camino que nos conduce a la trascendencia a través de la admiración y la perplejidad.

Más allá de esta propuesta, es claro que el portal pretende encauzar la sexualidad hacia el voyeurismo. Producir una gratificación, o “leve embriaguez”, mediante la visión de un bello objeto (sexual). El cibernauta debería agradecer el placer que se le ofrece. En realidad, el portal es administrado por las revistas eróticas en las que aparece Evgenia Eremina. Las fotos puede ser vistas sin costo alguno, pero se solicita una contribución voluntaria que sería la suscripción a los portales en los que aparece Evgenia. Eventualmente el cibernauta puede hacer donaciones directas a la joven modelo. El subtexto del portal es algo así como: “Soy tan hermosa que te ganas con verme. Entonces reconoce tu gusto y agradece. Contribuye con algún dinero”.

El portal se presenta como artístico antes que como pornográfico. Pero, sea como fuere, lo cierto es que Evgenia se coloca en el mismo centro del deseo masculino. Sus fotos son como instantáneas o fragmentos de un espectáculo que el cibernauta es convocado a imaginar. El portal invita a fantasear con la joven modelo. Los admiradores de la joven son convocados a poner por escrito sus aventuras imaginarias; y enviar, después, los relatos respectivos. Esto con la condición, desde luego, de que estos sean gentiles y no vulgares. Se pretende interpelar “inocentemente” el deseo. Además, está en venta toda una parafernalia de objetos relacionados con Evgenia: fotos firmadas, globos inflados por ella, bikinis usados por la modelo y hasta mechones de su pelo.

Pero la propuesta del portal –Evgenia es una diosa a la que debemos admirar rendidamente- es inconsistente con su contenido gráfico. Es hipócrita en la medida en que, por el carácter insinuante de las imágenes, la belleza de Evgenia no se presta solo a una contemplación desinteresada.

La belleza de Evgenia puede dar lugar a diversos tipos de fantasías.

a. En la narrativa sádico-machista, del lobo feroz, Evgenia es devorada. Su cuerpo es mordido, torturado, penetrado por todas partes. Y todo ello por un tiempo indefinido, por toda la eternidad. Su cuerpo es un festín y el hambre es insaciable. Se trata de “hacerle de todo”, en la convicción de que esa posesión torturadora es aquella a la que apunta su deseo. Este es el núcleo de las fantasías perversas del Marqués de Sade. Un cuerpo joven y hermoso que sufre con placer todas las torturas, que permanece bello pese a los estragos, que no termina de morir, que siempre quiere más ardor y tormento. Entonces la feminidad de Evgenia se define como un masoquismo voraz. Ella es compañera feliz del macho desatado.

b. En la narrativa caballeresca del hombre moral y galante, Evgenia no es solo un conjunto de partes deleitables. Es una chica expuesta, indefensa, que reclama protección. Su hermosura habla a un sentido estético y ético desde donde espera amor y redención. Una vez que logremos sacarla de ese mundo que la hace vulnerable, correspondería convertirnos en objetos de su deseo, ser amados por ella, retribuidos por nuestro gran corazón. Entonces allí, sí, la experiencia sexual sería un encuentro de cuerpos y espíritus

c. En la narrativa de la belleza como huella de lo absoluto, Evgenia aparece como desexualizada. La “leve embriaguez” de la experiencia estética está desligada de lo sexual. Entonces la contemplamos como quien admira un paisaje cuya belleza nos sobrecoge pues nos remite a lo trascendente e inexplicable. En esta narrativa la sublimación de la sexualidad es radical.

En las dos primeras narrativas la contemplación de la belleza está ligada a la posesión. En la tercera esa contemplación deviene en un fin en sí. Es obvio que estas narrativas no tienen por qué ser excluyentes. Pueden coexistir, cada una con una cierta fuerza, en una misma subjetividad. El lobo feroz, el caballero y el admirador de la belleza son configuraciones sociales de la sexualidad masculina. El primero muy impulsivo y poco sublimado. El último todo lo contrario.

En todo caso la lógica del portal es convertir a las imágenes de Evgenia en objetos comerciales que se venden. Se trata de una educación desublimadora de la sexualidad.

XI

En el portal de Evgenia nos aguarda una sorpresa. Resulta que en la entrada The communist blog. My alter ego tells all, la bella Evgenia nos cuenta su historia. Y no se trata, ciertamente, de la narrativa que podríamos esperar de un portal erótico-pornográfico.

En efecto, usando un heterónimo, el nombre Ashanti, Evgenia nos relata una historia llena de dolor, de pujanza, pero también de inconsistencia. Ashanti es el otro yo de Evgenia. No es la niña mimada y exitosa de las fotos que la han hecho célebre. Es la joven expuesta a la dureza de la vida en la Rusia postsoviética. Un mundo pobre y profundamente injusto, en el cual la caída de los ideales deja como único norte la búsqueda de la satisfacción inmediata. Aunque en el relato Evgenia no pretende reconstruir fielmente su experiencia, no obstante hay episodios que son demasiado fuertes y poco funcionales a su imagen de diva como para no ser ciertos. Entonces, ¿por qué están allí? Volveremos sobre la pregunta.

La primera experiencia sexual de Evgenia fue a los 15 años. Su padrastro la violó. Cuenta Evgenia-Ashanti que desde niña el padrastro aprovechaba cualquier pretexto para forzar una proximidad física con ella. Y un día, totalmente ebrio y aprovechando la ausencia de su madre, decidió forzarla. La resistencia de Evgenia fue encarnizada pero solo consiguió una golpiza brutal. Desde entonces luce una cicatriz en su mejilla. Saliendo de su desmayo, y apenas repuesta, Evgenia ve a su padrastro en un profundo sopor alcohólico. Vale aquí mencionar que Evgenia proclama que no le gustan los hombres rusos pues, según ella, su vida se reduce a jugar cartas y tomar hasta el desmayo. En todo caso, llena de furia y dolor, decide hacerse justicia con sus manos, de manera que, usando una botella de vodka, y con todas sus fuerzas, golpea al desalmado en la cabeza. La suerte está echada, Evgenia tiene que huir.

Vive en la calle. Deambulando es descubierta por un fotógrafo amateur quien le propone hacer desnudos y tomas pornográficas. El poco dinero que recibe le permite un poco de estabilidad. Poco a poco se sumerge en un mundo de drogas, alcohol y sexo. La muerte súbita de su madre le hace perder la única referencia segura de su vida. En una de esas correrías es invitada por un alemán a una fiesta en un hotel. Allí es drogada y, ya en calidad de objeto, es víctima de todo tipo de agresiones sádicas. Resulta embarazada a los 17 años.

Busca refugio en la casa de la hermana de su madre. Allí las cosas no son mejores. Sus dos pequeñas primas son molestadas por su propio padre, el esposo de su tía. Horrorizada, Evgenia grita, pero su tío la golpea brutalmente, tratando de forzarla. Finalmente logra evitar la violación y la policía actúa encarcelando al depravado. En el hospital, reponiéndose de sus heridas, se le informa que ha perdido a su bebé. Vuelve entonces a las fotos. Pero se repite lo de siempre. A las buenas o a las malas todos quieren tomar posesión de ella. Hasta ese momento hay una constante en su vida: su belleza solo le trae problemas. Paulatinamente, también le abre posibilidades. En realidad hay muchas, demasiadas, chicas dispuestas a ser estrellas porno. Por lo cual la remuneración es muy pequeña. Pero la gracia excepcional de Evgenia es cada vez más reconocida, de manera que accede a portadas de revistas, desfiles de modas y al circuito más exclusivo de los portales eróticos de occidente. En la actualidad Evgenia valora sus servicios a razón de 400 dólares por cada día de modelaje. Y si se trata de una filmación porno su tarifa sube hasta los 500 dólares por hora. Un autógrafo suyo cuesta 10 dólares.

La historia de Evgenia es la de una muchacha excepcionalmente hermosa en un medio desmoralizado, de-sublimado. Ella comienza siendo un objeto de placer que puede ser tomado por la fuerza. Pero se defiende y, siguiendo las indicaciones de su medio, hace de su belleza un medio de vida. Poco a poco va tomando ventaja de su don.

Su vida es, pues, muy dura. Y ella quiere atestiguar su verdad tras el semblante de belleza que sus fotos irradian. En realidad, el relato de Evgenia cuestiona a los visitantes de su portal. De muchacha le robaron su cuerpo, ahora, siendo joven, vende su imagen.

Volvamos a las ideas de Scarry. Según esta autora la belleza nos invita a la contemplación y nos hace justos y generosos. Pero ese no fue el caso del padrastro de Evgenia que quiso poseerla y la violó. Es decir, no se quedó en la admiración, tampoco fue justo. No podríamos decir que su conducta haya sido excepcional. En realidad, el padrastro actuó el guión sádico-machista.

Actualmente, bien posicionada en el mundo del modelaje y del desnudo erótico, Evgenia quisiera ser reconocida por su hermosura. Se supone que los visitantes de su portal deberíamos apreciarla como quien contempla una maravilla natural. Es decir, erotismo sin sexualidad. Y reconocer con gratitud el placer que le debemos. Pero la vida es tan compleja… En realidad Evgenia sigue haciendo pornografía. En sus fotos se convoca abiertamente a un guión sádico-machista. Incluso en el relato de su vida, pretendidamente sincero, se insertan episodios poco congruentes que parecen destinados a excitar sexualmente a los visitantes de su portal. Concluimos pues que Evgenia, y las empresas que manejan su imagen, quieren maximizar su convocatoria apelando tanto a lo erótico como a lo pornográfico.

XII

No obstante el análisis puede ir más lejos. Antes decíamos que la alta cotización de la esbeltez remite al temor a la muerte, al ansia de juventud como momento de (supuesta) abolición del tiempo. Desde esta perspectiva cualquier huella de los años resulta poco menos que insoportable. Digamos que la joven adolescente se torna más apreciable en un medio donde el agnosticismo religioso dificulta dar un sentido al paso del tiempo. Su cuerpo sin estragos es un fetiche en el sentido de una realidad a la que se atribuyen cualidades que no tiene pero que igual se imaginan como presentes por la propia e imperiosa necesidad del deseo. El cuerpo “perfecto” es vuelto fetiche desde el momento en que se le de la significación de abolir el tiempo.

El mayor valor asignado a un cuerpo sensual remite a un medio social menos angustiado por la realidad de la muerte, más provisto de creencias que dan un significado apaciguador a la finitud humana. En este medio el deseo masculino es menos imaginario y más sexual. El cuerpo femenino tiene que ser deleitable por su carnosidad. No es fetichizado como un talismán contra la muerte.

Entonces la situación se complejiza. El cambio hacia la esbeltez en la estética hegemónica está asociado (imaginariamente) con la liberación femenina, con el rechazo de las mujeres de hoy a ser (solo) objetos de deseo. No obstante, la nueva estética de la esbeltez es mucho más represiva y tiranizante con las mujeres. Allí están las dietas, la anorexia, la cirugía estética. El sufrimiento martirizado (erotizado) de las mujeres, aún las jóvenes, por no poder encarnar el modelo esbelto. Entonces la liberación es muy relativa. Se podría sospechar que el cambio viene desde el deseo masculino. Es decir, desde el nuevo significado que tiene el cuerpo femenino en la cultura contemporánea.

En los años 50 Isabel Sarli era el cuerpo más admirado y deseado en América Latina. Su atractivo residía no solo en sus formas prominentes sino, igualmente, en su (aparente) ardor. En su disponibilidad insinuante frente al deseo masculino. En nuestra época los íconos del deseo masculino son las jóvenes esbeltas y más bien frías. Las lolitas. Podría concluirse que el placer que ellas ocasionan remite a un encuentro vertical y autoritario (las lolitas no arden de pasión, además sus imágenes pueden ser compradas) en el cual su cuerpo de nena grande representa una suerte de talismán contra la muerte. Es decir, la nueva estética tiene muy poco de liberador. La mujer sigue siendo objeto pero de otros usos.

Notas

(1) Este parágrafo resume las idea de Freud a partir, sobre todo, de su texto clásico sobre el tema: Tres ensayos para una teoría sexual (Freud 1981b).

(2) Una definición esclarecida, en la línea de Freud, es la que brinda Christopher Bollas. La idea es que la libido es una energía disponible, que no está necesariamente adscrita a una meta u objeto, en la medida en que la sociedad la ha desligado del cuerpo de la madre. “La sexualidad es la pasión invisible, la ausencia como pasión. La perversión es el esfuerzo por manifestar la inmaterialidad de la vida psíquica por medio de dar a la sexualidad un carácter permanente y localizable” (Bollas 1999:159).

(3) Ver una reseña de la autobiografía del Abate Pierre en Perdignon 2005.

(4) La actitud de Zizek es paradójica, pues si explícitamente critica el concepto de desublimación represiva, en realidad lo retoma. Ver al respecto “The deadlock of «represive sublimation»”, en: The Metastases of Enjoyment (Zizek 1994).

(5) Sueños de opio

Sobre regios almohadones recostada,

incitante me sonríe bella hurí

cual reina de que hablan los cuentos de hadas,

deslumbrante se presenta para mí.

Sus miradas son de fuego, me enloquecen;

ella me ama y me ofrece frenesí

en su rostro de querube o de nereida

se adivinan deseos de goces mil.

Droga divina, bálsamo eterno

opio y ensueño dan vida al ser;

aspiro el humo que da grandezas

y cuando sueño, vuelvo a nacer.

Me vuelvo dueño de mil riquezas,

lindas mujeres forman mi harem

y en medio de ellas, yo adormitado

libando dichas, bebiendo halagos,

entre los labios de una mujer.

Primorosas odaliscas en mi torno

obedecen mi cariño de Rajá;

y sus mimos y cariños amorosos

son tributos y esclavas a su sultán.

Una y otra me suplican que las ame,

y les brinde mi cariño más sensual,

¡Oh delicias que nos duraron tan solo

lo que el opio en mi ilusión pudo forjar! (Pinglo 2009)

(6) Ver especialmente “La voluntad de saber”, primer tomo de su Historia de la sexualidad (Foucault 2002).

(7) En su Antropología de la pornografía, Bernard Arcand sostiene una opinión un tanto diferente a la de Castoriadis, en la medida en que no piensa que estemos en una época de “avance de la insignificancia”. Sostiene este autor que “hay tal vez allí (entre sexo y muerte) cierto efecto de péndulo, según el cual toda concesión al sexo estaría acompañada por una prohibición equivalente opuesta a la representación de la muerte. Sea lo que fuere, los dos fenómenos permanecen vinculados en una oposición que hace de cada término la negación del otro” (Arcand 1993:259). El vector actual es la exaltación del sexo y el paralelo ocultamiento de la muerte. El sexo se ha vuelto ostentoso y la muerte obscena. “Se contaba antes a los niños que los bebés nacían de un repollo; ahora se dice que el abuelito se fue de viaje” (Arcand 1993:258). Desde esta perspectiva, y gracias a la ciencia, se abre la posibilidad de “vivir cada vez más solo reemplazando y compensando la ausencia de relaciones sociales con la tecnología y las imágenes que se volvieron verdaderas máquinas para detener el tiempo” (Arcand 1993:263).

(8) Esta afirmación puede ser demasiado simple. De hecho, el viejo verde puede reemplazar la potencia con la sabiduría que dan los años. Agradezco esta observación a una anónima comentarista mexicana.

(9) Es el caso de la mitología griega. Cuando Zeus y Hera discutían sobre quién disfruta más en el amor, la mujer o el hombre, decidieron preguntar a Tiresias, pues él había cambiado de sexo y tenía por tanto las dos experiencias. Y este dijo que, si el placer tuviera diez partes, los hombres gozarían solo de una y las mujeres de nueve. Ver la revista Psikeba (2009).

(10) http://www.evgeniaeremina.com

Bibliografía

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1994 «The Deadlock of “Represive Sublimation”». En The Metastases of Enjoyment. Londres: Verso.


Escrito por

Gonzalo Portocarrero

Profesor de la PUCP. Ha publicado recientemente el libro "Profetas del odio. Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso".


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