Las tres razas de Francisco Laso
El cuadro muestra a tres niños jugando cartas. Se trata de una imagen “incorrecta”, pues presenta hechos clandestinos, que no deberían existir según el espíritu (racista) de la época. Si el arte es, como decía Dilthey, el “órgano de exploración de la vida” resulta claro que la intención de Francisco Laso (Lima 1823-1869) fue representar virtualidades negadas. Se trata de una imagen utópica, pues en el mundo representado por el cuadro el juego y la igualdad reemplazan a la jerarquía y a la violencia, que son los rasgos prevalentes en las relaciones interétnicas en el mundo criollo del siglo XIX. Un mundo donde los negros eran esclavos, los indios eran sirvientes y los blancos eran amos. A la mirada del espectador se le ofrece un panorama cuyas claves parecen ser el sosiego y la familiaridad. La escena se representa, sintomáticamente, en lo que puede ser un diván o lecho. O sea, un espacio íntimo donde se suelen realizar los actos que definen la vida.
Allí es donde somos concebidos y nacemos y, también, donde solemos morir. Los tres niños comparten el mismo espacio en una actividad lúdica en la cual las mismas leyes se aplican a todos. Laso quiere imaginar una reconciliación, una comunidad de personas distintas, pero que, al menos en ese momento, están en una situación equitativa pues juegan el mismo partido y están sujetas a iguales reglas.
Natalia Majluf anota, sobre Las tres razas, que la pintura “…trasciende el carácter anecdótico del costumbrismo e intenta resolver, sobre la superficie del lienzo, las contradicciones de la sociedad en que (Laso) vivía” (Majluf 2003:45).
Ahora bien, es claro que la significación de un texto o de una imagen trasciende la intención de quien la elaboró y creó. Hay realidades que no se pretendieron mostrar pero que aparecen sin permiso del autor. Sin intención, ni conciencia de que están allí. De otro lado, puede haber cosas que acaso quisieron mostrarse pero que ponerlas en evidencia resulta imposible. Como veremos, el cuadro no es tan feliz como Laso hubiera querido. Yendo hacia la recepción, hacia la mirada de los espectadores, hay que decir con Bajtín que percibir es co-crear (Bajtín 1998). Es decir, la obra se recibe, e interpreta, en un mundo interior muy distinto a aquel que lo produjo, marcado por otros recuerdos y deseos. No hay mirada pura, inocente. Tampoco el ojo humano es el ojo de Dios, de quien se dice que todo lo puede ver. No obstante, no todas las interpretaciones están igualmente cerca o igualmente lejos de la verdad de la obra de arte. Hay algunas más sugerentes y acabadas que otras. En este contexto la labor del crítico es desplegar un horizonte de comprensión que, sin pretenderse definitivo, permita calar más hondo en aquello que la imagen representa. Y el ejercicio interpretativo requiere de un diálogo que integre aportes distintos en una matriz interpretativa coherente.
Lo utópico no es lo imposible. Es una virtualidad (aún) no concretizada. Una posibilidad que acaso puede realizarse. En este sentido es sintomático que Laso haya elegido niños. En ellos, en los niños, el sentido de jerarquía no está aún firmemente instalado. Para que los adultos pudieran jugar juntos sería necesario, primero, que los niños lo hagan, y, segundo, que se admita públicamente que lo están haciendo y que eso no está mal. En este sentido Las tres razas no es una imagen oficial y pública. Es decir, no representa, para el poder, una realidad ideal. En verdad, apunta a la realización de un deseo oculto, avergonzado. Es seguro que Las tres razas pone en evidencia una práctica que puede ser habitual pero que igual es silenciada, reprimida por ser considerada poco honrosa. En los hogares de elite, en efecto, es muy frecuente que funcione lo que María Emma Mannarelli ha llamado la “casa grande”, en la cual niños de diferente condición juegan entre sí; olvidando, en la entrega al juego, las jerarquías que los separan (Mannarelli 1993). El hijo del patrón y la hija del sirviente pueden ser iguales, por algunos momentos. Es el caso del propio Laso, quien refiere que en sus diversiones de niño, Mañuquita, una niña-sirviente-indígena, en el calor del juego lo llegaba a morder, hecho que él se cuidaba muy bien de contar a sus padres.
Desde la posición oficial criolla, adulta y racista el cuadro tiene que despertar disgusto. Pone en evidencia esas cosas de niños que no deben ser pero que pueden ser toleradas a condición de que no sean reconocidas. Se trata de un momento donde la igualdad predomina sobre la jerarquía. Desde la sensibilidad racista el cuadro puede ser mirado como una “cochinada”, una promiscuidad vergonzosa que habla mal de los padres que la permiten. En todo caso, la ropa sucia se lava en casa. Laso se enfrenta a esa sensibilidad mostrando la familiaridad y armonía entre los niños.
No obstante la fuerza utópica de la imagen, su capacidad de explorar la virtualidad está también limitada por la sensibilidad de Laso. Para empezar, la imagen se da en un ambiente casi teatral, en un entorno que le resta espontaneidad y que la imposta como una representación. En efecto, el vacío de las paredes, la seriedad de los niños, las propias molduras tan dibujadas de la parte baja de la habitación, todo ello da a la imagen una atmósfera de simulación y artificialidad. Lo mismo debe anotarse respecto a la interacción entre los niños. Los tres están pendientes del juego pero no parece haber un flujo libidinal entre ellos, un estar mutuamente pendientes. Las miradas son poco expresivas y se dirigen a las cartas. No hay sonrisas cómplices ni una liberación del goce. Hasta se puede hablar de una atmósfera de aburrimiento, de un déficit en la entrega lúdica. Un estar allí pero también estar en otra parte. Es decir, no es que los niños estén forzados a estar allí pero tampoco están muy contentos. Es como si el proyecto de la igualdad en la diferencia no llegara a entusiasmar realmente.
El análisis de cada uno de los personajes puede ayudar a desarrollar estas ideas. El niño blanco tiene una apariencia andrógina, su sexo no está marcado, hasta podría ser una niña. Quizá sea necesario que Laso lo imagine así puesto que un niño que juega con la “servidumbre” suele ser suave, casi femenino. Salvo el rostro y sus manos, todo su cuerpo está cubierto con un vestido negro. Negro es, por supuesto, el color de la tristeza, del frío y de la culpa. El rostro captado de perfil y casi totalmente oculto por una gorra, también negra, revela muy poco. En todo caso este niño tiene la iniciativa, comanda la situación pues el turno de jugar es suyo. Las niñas lo esperan. La niña india es bella, sus facciones son muy armoniosas. Pero se trata de una belleza hierática, inexpresiva. Ella está en el centro, es la más visible. Pero está como ausente, remota, casi inaccesible. En cualquier forma, sin embargo, está pendiente del juego. Tiene lista su carta. La inexpresividad de su bello rostro implica que Laso no la personaliza. Es más un tipo que una persona. Si todo rostro humano, como dice Agamben, es un juego de revelaciones y ocultaciones (Agamben 2005), aquí estamos ante una persona que rechaza la individualización mediante la reserva de sus emociones. En cualquier forma la belleza y la centralidad del personaje representan un tributo de Laso al mundo indígena. No será para él una sociedad de individuos pero sí de gente digna. Máxime en una época donde se pensaba que lo indígena era lo abyecto, lo abominable. La niña negra es la más alta y descubierta. En contraste con el niño blanco asoma en ella una precoz sensualidad. Lo revela lo desenvuelto de su postura, el escote que se extiende casi hasta los hombros, el zapato tirado al pie del lecho que evidencia su estar descalza. Ella espera que la niña indígena juegue, recién entonces podrá escoger su carta. Su figura es más expresiva, menos hierática. Su imagen trasunta una distancia, un menor compromiso con el juego.
En conjunto es claro que las emociones de los tres niños están contenidas. Al niño blanco casi no lo podemos ver. ¿Por qué permanece oculto a nuestra mirada? ¿Qué hay en su alma que no permite presentarlo frontalmente? ¿Cuáles son esos fantasmas que persisten en las sombras de lo no mostrado pero que condicionan lo que es visible? Creo que la respuesta es: vergüenza y culpa. El niño está jugando, pero no puede olvidar que se trata de una situación extraordinaria, puesto que en la realidad cotidiana él es el “amito”, el señor a quien las niñas deben una injustificada pero servil reverencia. No obstante si están jugando es porque él lo ha deseado, porque quiere su compañía. Entonces el niño blanco sabe que las cosas no son como deben ser. De allí su ocultamiento, el negro que lo cubre. ¿Y qué reprime la niña tras ese rostro deliberadamente inexpresivo? Creo que la respuesta es: melancolía, tristeza y soledad. Duelo por su libertad perdida sin razón aparente. Rencor y odio contra ese mundo que la oprime. Pero también amor por ese niño que la invita a sentirse igual. Y, finalmente, ¿qué emociones contiene la niña negra en su distanciado semblante? Creo que tristeza, pero al mismo tiempo desgano.
Pretendiendo mostrar proximidad y armonía, Laso nos hace testigos de la distancia y la dificultad de un goce compartido. En cualquier forma su cuadro visibiliza lo prohibido. Representa un primer paso en la integración, en el camino de la construcción de un nosotros, de una comunidad de iguales. Pero Laso no puede ignorar los problemas. Su sensibilidad lo traiciona. Entonces muestra los fantasmas que perturban la comunión de los niños. La culpa del blanco, el resentimiento de la india, la tristeza de la negra. La felicidad está pues limitada.
El manejo de la luz merece un comentario aparte. Mientras la parte baja del cuadro está dominada por colores oscuros, en la parte alta hay una luminosidad que abarca e integra las cabezas de los niños y que contrasta con el color marrón o plomizo de la pared que es el trasfondo de la escena. Esa luminosidad parece ser el reflejo de una luz que se proyecta desde donde los niños están siendo mirados. Es decir, desde el caballete del pintor. Se trata, en realidad, de un artificio destinado a concentrar la atención del espectador en los rostros, distrayéndola de las partes que van desde la nuca para abajo. Es clara entonces la espiritualización de la imagen, su prescindencia de lo físico corporal, su concentración en los rostros, su descuido del cuerpo. Debe verse aquí un rechazo o represión de la sensualidad.
En todo caso, tal como lo señala Gustavo Buntinx, debe verse en el conjunto de la pintura de Laso un intento sostenido por articular una idea de nación en una época donde esta carecía aún de un soporte social (Buntinx 1993). Pero precisamente en este anticiparse a la viabilidad de esa comunidad democrática que es la nación está uno de sus mayores méritos.
Bibliografía
AGAMBEN, Giorgio
2005 Profanaciones. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
BAJTÍN, Mijail
1998 Hacia una filosofía del acto ético. De los borradores y
otros escritos. Barcelona: Anthropos.
BUNTINX, Gustavo
1993 «Del “Habitante de las cordilleras” al “Indio alfarero”. Variaciones sobre un tema de Francisco Laso». En Márgenes. Encuentro y Debate. Año 6, Nº 10/11. Lima.
MAJLUF, Natalia
2003 “Estudio introductorio”. En LASO, Francisco, Aguinaldo para las señoras del Perú y otros ensayos. 1854-1869. Lima: IFEA.
MANNARELLI, María Emma
1993 Pecados Públicos. La ilegitimidad en Lima, siglo XVII. Lima: Flora Tristán.