Ser mujer/ser hombre
I
Con Clarice Lispector y con Oswaldo Reynoso podemos aprender sobre las condiciones femenina y masculina tanto como con el propio Freud. No obstante, para hacer justicia, de no ser por los conceptos psicoanalíticos no se podría desentrañar lo que sugieren esos autores.
Empecemos por Clarice Lispector. La muchacha protagonista de su cuento Preciosidad no quiere ser mirada (con deseo) pues pretende no ser encasillada bajo la etiqueta de “cosa deleitable” (Lispector 2008). Entonces urde una serie de estrategias para pasar desapercibida. Ella se siente más cómoda cuando nadie le recuerda su sexo. Y esta situación se da en las clases del colegio donde es simplemente una entre muchos, aunque sea más atenta e inteligente que sus compañeros y compañeras. Asumir la posibilidad de que pueda ser mirada –legítimamente- con deseo implicaría darse a conocer como mujer. Supone arreglarse y, sobre todo, apropiarse del gozo que significa la capacidad de atraer la atención del otro (masculino). Esa capacidad es una forma de poder. Este poder es la seducción que permite “hechizar” el deseo del otro. Entonces obtendrá favores a cambio de sonrisas. Pero se trata de un poder que esclaviza, pues condena a la persona que lo ejerce a la pose y a la mascarada. Es decir, a identificarse con una imagen insinuante que es solo un semblante de ella misma. Para Preciosidad sostener esa imagen pasa por una feminización de su cuerpo, por producir ese arreglo personal que subraye sus “encantos”. Pero ella no quiere asumir ese modelo. Su destino no tendría por qué estar dado por su apariencia física, es decir, por su posición frente al deseo masculino. No, ella aspira a otra cosa. En su manera de situarse en el mundo se insinúa la posibilidad del llamado “feminismo de la igualdad”, es decir, ella está en la búsqueda intuitiva de una posición andrógina. Trata de renunciar a esa feminidad impuesta, que significa otra vez que a cambio de ser admirada ella renuncie en mucho a un desarrollo más pleno de sí. La compensación a esa renuncia es satisfacerse en la mascarada, en ser un objeto valioso para ese otro que la habrá de poseer.
Pero la situación es más complicada pues en el cuento de Lispector nadie mira con deseo a Preciosidad(1). Tiene solo 15 años, no se arregla, y es seria y austera. Con su expresión ausente e inexpresiva trata de deslegitimar como impertinente cualquier mirada que la postule como objeto de deseo. Entonces el hecho es que nadie se fija en ella. Ahora bien, esta inquietud por no ser mirada se convierte en una verdadera obsesión. ¿Y qué hay detrás de esa obsesión? Si Preciosidad estuviera desarrollando una sexualidad alternativa que la condujera al homoerotismo, entonces esas miradas le serían indiferentes o, cuanto más, incómodas. De otro lado, si a Preciosidad no le interesaran para nada las relaciones con los hombres tampoco tendría por qué importarle tanto que la miraran. Esa obsesión solo se puede explicar porque también habita en ella el deseo de ser mirada. Entonces no se trata de que Preciosidad rechace totalmente la condición femenina tal como esta es definida por el patriarcado. Es que tiene miedo a enfrentarse a ella. De allí que su actitud sea ambigua.
En su ánimo flotan preguntas como: ¿Seré atractiva? ¿Seré valiosa? ¿No será esa atracción una condena? ¿No será mi actitud de negarme a ser mirada solo una defensa contra mi falta de atractivo? ¿No seré un fracaso de mujer? En realidad, ella está perpleja. “Aunque alguna cosa en ella, a medida en que dieciséis años se aproximaran en humo y calor, alguna cosa estuviera intensamente sorprendida, y eso sorprendiera a algunos hombres. Como si alguien les hubiese tocado el hombro. Una sombra tal vez. En el suelo la enorme sombra de una muchacha sin hombre, elemento cristalizable e incierto que formaba parte de la monótona geometría de las grandes ceremonias públicas. Como si les hubieran tocado el hombro. Ellos miraban y no la veían. Ella hacía más sombra de lo que existía” (Lispector 2008:119).
Pese a todo, es claro que su situación está cambiando. Como nos lo hace saber Clarice Lispector, algo estaba sorprendido dentro de ella y ese algo llamaba también a los hombres a la sorpresa. No obstante, por lo pronto ella “hacía más sombra de lo que existía”. Es decir, lo niega todo. En realidad, esa lucha por ocultarse es también un gusto, un combate, un triunfo. “En la casa vacía, sola con la sirvienta, ya no caminaba como un soldado, ya no precisaba cuidarse. Pero sentía la falta de batalla en las calles” (Lispector 2008:121).
Preciosidad es pues una niña que va para joven y, en ese tránsito, su relación con la feminidad patriarcal es profundamente ambivalente. En apariencia ella rechaza la “jaula de oro” que el sistema le reserva. La mirada masculina le reclama un “descerebrarse”, y ella se rehúsa, ya que también quiere ser persona. Pero si su negación es tan intensa solo puede ser porque también es muy intenso su deseo de atraer las miradas. En el mundo interior de Preciosidad se desenvuelve una lucha entre una parte de ella que quisiera ser para sí, andrógina, estudiosa, desapercibida; y una parte distinta que se va insinuando con más fuerza, y que reclama ser bella, ser el objeto del deseo del Otro masculino, patriarcal.
II
Este anhelo de una vida propia, de la posibilidad de una negociación con las exigencias patriarcales, es aquello que pasa desapercibido para Freud y para Lacan. Ambos son falocéntricos, pues naturalizan la supremacía del hombre y la subalternización femenina. Desde esta perspectiva, la historia está ya decidida por la anatomía. Para el falocentrismo lo masculino es lo pleno y lo universal. Y lo femenino es lo carente y particular. Entonces, la mujer es la criatura humana que no tiene pene. Menos valiosa, pues sus genitales y toda su constitución física y mental, son de inferior calidad. Y dado que el pene es la credencial para la autonomía, la agencia y el poder, entonces las mujeres no pueden sino envidiar ese acariciado miembro. En todo caso se tendrán que consolar siendo madres de hijos varones. De otro lado, el hecho de que en el lenguaje el género masculino englobe también al femenino, es decir, de que cuando hablemos del hombre nos refiramos también a la mujer, significa, como dice Luce Irigaray, que el lugar aparentemente neutro de enunciación es, en realidad, masculino, y que para el patriarcado hay solo un sujeto que es el hombre, pues la mujer es sobre todo objeto y semblante. O, como dice Lacan, “la mujer no existe”. El patriarcado reduce la otredad a una visión disminuida de lo mismo, de lo masculino. El aserto “la mujer no existe” equivale a decir “la mujer no tiene pene”. Pero la mujer tiene otras cosas que el hombre no posee… Para Irigaray esas cosas hacen del cuerpo femenino un lugar de enunciación diferente, una subjetividad con marcas distintas, una manera otra de ver y sentir el mundo (Irigaray 1988). A Irigaray se le ha criticado mucho por un supuesto “esencialismo”, por un naturalismo inverso al patriarcal, pues ahora resultaría que la anatomía femenina es más completa, o de mejor “calidad”, que la masculina. Sin entrar al fondo de la cuestión, no se puede dejar de simpatizar con su visibilización de los supuestos patriarcales del psicoanálisis, y, también, con su reivindicar la posibilidad de una subjetividad femenina enraizada en una otredad biológica. Entonces la diferencia no tendría por qué ser disminuida a una mismidad carente e inferior. La comunicación no sería la repetición de lo mismo sino el encuentro en la diferencia: esta es la verdad de la vida.
Hélène Cixous ha tratado de conceptualizar una “escritura femenina” (Cixous, citada en Moi 1988). Para esta autora, Clarice Lispector sería una representante conspicua de esta “escritura femenina” que, más que por el sexo de su autor, estaría determinada por un estilo que rompe con las oposiciones binarias, y que es más abierto y libidinoso. El sustrato corporal de esta escritura estaría dado por lo que Cixous llama la “otra bisexualidad”, basada en la “multiplicación de los efectos de la inscripción del deseo en todas las partes de mi cuerpo y del otro cuerpo. De hecho esta otra bisexualidad no anula las diferencias sino que las fomenta, las provoca, las aumenta” (citada en Moi 1988:119)(2) .
En cualquier forma hay algo distintivo en la manera en que Lispector trata a sus personajes. Ese algo tiene un peculiar aire de familia con los rasgos de la subjetividad femenina en el patriarcado. Para empezar, Lispector no quiere controlar o dominar a sus personajes. No los pretende poseer, ni definir. Tampoco los juzga, sino los respeta. Y se acerca a ellos desde distintas perspectivas, mostrándolos en sus ambivalencias, como indeterminados, inseguros; en definitiva, como profundamente humanos. De otro lado, sus tramas remiten a lo cotidiano y lo ordinario. Son crónicas fragmentadas y no historias completas. Anécdotas mínimas que suelen carecer de origen y desenlace. En realidad, Lispector no quiere probar nada, solo mostrar aquello que su extraordinaria videncia y talento expresivo le han permitido ver. Cala pues hondo en la interioridad de la criatura humana. Y se instala en esa interioridad para desde allí imaginar al personaje y su mundo. De otro lado, la irrupción de la metáfora y la poesía es una constante en su narrativa. Estas presencias de lo heterogéneo podrían sorprender, también parecer excéntricas e innecesarias. Una suerte de fútil, barroca, morosidad. Pero lejos de ello estas irrupciones son las que crean la atmósfera que densifica el relato, deteniéndolo en el presente, evitando que sea empujado por la intriga hacia un ritmo que impida ver aquello que circunda su desarrollo.
Desde el presente muchas de las afirmaciones de Freud sobre la feminidad resultan groseramente equivocadas. Y nos suenan dolorosamente anacrónicas. Pero tampoco se trata de pedir peras al olmo, puesto que Freud no podía dejar de respirar el aire patriarcal en que vivía. En cualquier forma, lo más válido de su legado, en lo que toca a la sexualidad, es probablemente su concepción del “polimorfo perverso”, del bebé como ese pedacito de gente que busca ávidamente el placer allí donde lo encuentre, sin restricción moral alguna (Freud 1981:1905). Ese polimorfo originario es reconfigurado a través de vínculos con los otros, por los que circulan discursos normativos, para producir entonces sujetos que son socialmente considerados como (a)normales.
III
Veamos ahora lo que plantea Oswaldo Reynoso en su relato Cara de ángel (Reynoso 1961). El espacio social donde se desarrolla la narrativa de Reynoso es el mundo de la collera. Y el autor visibiliza un hecho central: la vigencia del polimorfo perverso en los jóvenes; es decir, lo indeterminado y nada ortodoxo de sus deseos. Entonces estamos lejos de la hegemónica (¿y mítica?) “genitalidad madura”. Sea como fuere, Cara de Ángel es quien cataliza los deseos homoeróticos de sus compañeros. Deseos, desde luego, totalmente inaceptables; pero no por ello menos sentidos. En realidad, los muchachos aguardan, con expectativa y temor, verse confirmados en su masculinidad. Y se hacen preguntas: ¿tendré un pene de un tamaño respetable, adecuado? ¿Seré potente con una mujer? ¿Qué significa que me gusten tanto mis compañeros? ¿No seré homosexual?
Estas preguntas son motivo de una ansiedad que atormenta a Cara de Ángel. Él quisiera ser “enteramente” hombre. Recuerda el encuentro que tuvo con Guilda, la hermana de un amigo, como un talismán reasegurador. Entonces se excitó y, además, fue fugazmente correspondido. Pero también desea a su amigo Johny. Para complicar las cosas le resulta fascinante la ropa “poco masculina”. Pero lo peor de todo es que los muchachos de su collera lo desean y él lo intuye. Es bonito y no tan varonil, no en vano lo llaman así, Cara de Ángel. Y a veces le dicen María Bonita o, incluso, María Félix. Este acoso por acceder a su atractivo cuerpo está encabezado por Colorete; el bacán del grupo. En un inicio Cara de Ángel no entiende la agresividad que le demuestra Colorete. Ocurre que la actuación del homoerotismo solo es legítima en un contexto de pelea y agresividad. Solo entonces es posible el frotamiento de los cuerpos y la inhalación embriagante de los olores. Colorete quiere estar con Cara de Ángel, pretendiendo ser él el hombre y Cara de Ángel la mujer. Pero esta pretensión sería un autoengaño, pues Cara de Ángel es hombre. Esta coartada es más convincente si se feminiza a Cara de Ángel(3).
Es claro que tanto Colorete como Cara de Ángel tienden a la bisexualidad. En ese momento de sus vidas, al menos, el polimorfo perverso no está dominado. No obstante, lo homoerótico es vivido como asqueroso y abyecto. Pero, por debajo, lo homoerótico es también gusto, amor y ternura. La “confirmación” de la masculinidad requiere, como dice Giancarlo Cornejo, proyectar ese “resto” –potente y angustiante- del polimorfo en un otro (Cornejo 2008; ver también Del Castillo s/f). Y el mejor candidato es alguien bonito e indefenso. Entonces los jóvenes podrán decir “yo no soy porque él es”. En todo caso la relación de los jóvenes con la masculinidad es fuente de placeres, incertidumbres y tormentos. Todos la quisieran tener “más grande”. Pero también sienten excitaciones “raras” que emanan de sus propios cuerpos.
La clarividencia de Reynoso se transparenta también en la importancia de los olores en su narrativa. El olor “sexualizado” es un “mal” olor pero en el contexto erótico resulta, sin embargo, rico y seductor.
IV
El patriarcado, y el falocentrismo que le es inherente, construyen a la mujer como objeto de deseo y al hombre como sujeto de deseo. El sujeto es siempre sujeto de una falta, es materia deseante. Y el objeto es la cosa adonde apunta el deseo así como el motivo de su despertar. De allí que la posición masculina se asocie a la actividad, a la búsqueda de satisfacción, mientras que la posición femenina se asocia a la espera (pasiva) por encontrar al mejor de aquellos que la buscan, al famoso “príncipe azul”. En la simplificación patriarcal la mujer es solo el significante del deseo del otro, como dice Lacan. Es decir, la mujer en tanto mujer no tiene ni voz ni deseo propios. Porque la mujer es uno de los “nombres del padre”, está construida u objetivada desde el deseo masculino. Los cambios en la moda y el semblante femeninos se producen en función de agradar al deseo masculino. Y ese deseo las quiere ahora más jóvenes y esbeltas. En todo caso, para que la mujer pueda hablar tiene que desplazarse al lugar universal que es el masculino. Tiene que olvidarse de que es mujer y pensarse como cuerpo asexuado. Solo desde esta posición podría entrar en contacto con lo que está en ella pero que escapa de la mascarada, es decir, con su propia densidad de ser. Y desde esta posición que escapa al deseo masculino, ¿qué quiere la mujer? Bueno, ese es el gran enigma… Freud piensa que la mujer no quiere nada, pero al mismo tiempo esa respuesta no le satisface, de manera que la pregunta lo acosa y no puede dejar de formularla.
Como dice Braunstein: “El falocentrismo histórico y teórico es el fundamento del orden patriarcal. ¿Necesidad estructural y universal para todas las sociedades humanas o racionalización de una forma de dominación? Tal es el tema de muchos y apasionantes debates contemporáneos que cuestionan a la vez que vivifican con sus desafíos el discurso del psicoanalista” (Braunstein 2006:125).
Pero los eslabones de la cadena de equivalencias hombre-sujeto-deseo-actividad que maniatan la masculinidad dejan un “resto” del (poderoso) polimorfo que sobrevive fuera de estas ataduras. Ese resto siempre ha existido y ahora en nuestra época postpatriarcal cobra una prominencia mucho mayor. Para empezar, el hombre siempre ha querido ser objeto de deseo. Ser deseado por sus adornos “fálicos”: su fuerza, su poder, su dinero, su prestigio. Y ahora también por su propio físico. La novísima figura del metrosexual. En todo caso, el hombre igual quiere dejarse ser, pretende ser lo que le falta al otro o a la otra. Ese deseo está anclado en el resto del polimorfo. Quisiera ser tocado y acariciado.
Pero el binarismo excluyente que sostiene al patriarcado (activo/pasivo) no se lo permite fácilmente. Desde esta perspectiva el único hombre válido es el mítico Don Juan, una suerte de (re)encarnación del “macho primordial” freudiano. Tiene el falo siempre erecto y está apresado en la voracidad de poseer más mujeres. El producto neto del patriarcado. Es el sujeto puro y totalmente compulsivo. Y desde luego que es una figura límite, imposible.
La deconstrucción del orden patriarcal es facilitada por los conceptos derridianos, en especial por su crítica a los binarismos excluyentes por medio de los que se trata de fijar las identidades y producir sujetos categóricos, sin sombras, necesariamente fóbicos a la mezcla (Derrida 1972). La “metafísica de la identidad” opera a través de oposiciones binarias: hombre/mujer, activo/pasivo, cerrado/abierto, fuerte/débil, superior/inferior. En estas oposiciones hay un término dominante y otro dominado, uno que se define como presencia y otro como ausencia, uno mejor y otro peor. Así, la debilidad es la carencia de fuerza, como la pasividad es la falta de actividad. Y la mujer, la ausencia de pene. Entonces el hombre queda representado como activo, cerrado, fuerte y superior; y la mujer como pasiva, abierta, débil e inferior. El patriarcado es afín a la metafísica, pues ambos reducen la complejidad de lo existente a través del uso de conceptos que se pretenden reflejos precisos de realidades objetivas. En la afirmación trivial: “Los hombres son hombres y las mujeres son mujeres” está presente ese “discurso del amo” autoritario que es la metafísica. Una enunciación que, bajo el pretexto de representar (objetivamente) la realidad, la está construyendo. Es decir, esa afirmación pretende que los hombres (reales) sean como deben ser “idealmente” los hombres. La realidad debe pues ajustarse al concepto porque este la reflejaría exactamente. Entonces los hombres que no son como deben son llamados a ocultarse y desaparecer. O sufrir las consecuencias, pues el patriarcado no puede ser sino totalmente intolerante con el polimorfo, especialmente con la bisexualidad. Desde el autoritarismo patriarcal lo asqueroso es el debilitamiento de las oposiciones, la contaminación. En este caso, los “hombres afeminados”, las “mujeres machonas”. Hay un “plan de dios”, una sola manera de ser, totalmente definida. Pero, mal a quien le pese, vivimos la época del fin de la metafísica y del debilitamiento del patriarcado.
Pensemos, ¿el hombre que quiere ser amado (por su físico o por su inteligencia) no se coloca acaso en situación “femenina”, no se ofrece como el objeto que le falta al otro, a la otra? Pero, vayamos más lejos. El deseo de ser reconocido es universal. ¿No sería entonces este deseo común a hombres y mujeres? ¿No será el amor la experiencia primordial de ese placer más allá de la satisfacción, que es la manera como Freud define la sexualidad? Quizá no haya tanta diferencia entre pretender ser deseado por la belleza del cuerpo y pretender ser deseado por la figuración y el prestigio. En los dos casos se reproduce la situación expectante de la criatura frente a su madre o a su padre: espera ser el centro de su amor.
Notas
(1) Agradezco a Pilar Giusti el haberme hecho notar esta situación en una clase de la Maestría de Estudios Culturales.
(2) Las tesis de Cixous han sido muy criticadas; ver, por ejemplo, Pirott Quintero 2005.
(3) El término usado para el varón movido por el deseo de penetrar a otro varón es mostacero. En el Diccionario de modismos chilenos el significado de este término es: “Dícese del varón homosexual que presta servicios de penetrador durante la fornicación con otro varón” (2009). ¿Será a causa del gusto por el sabor fuerte, picante?
Bibliografía
BRAUNSTEIN, Néstor
2006 El goce, un concepto psicoanalítico. Buenos Aires: Siglo XXI.
CORNEJO, Giancarlo
2008 La producción social de la diferencia sexual, lo normal, lo heterosexual y lo abyecto. Tesis para optar el título de licenciado en Sociología. Lima: PUCP.
DEL CASTILLO, Daniel
s/f Los fantasmas de la masculinidad. Inédito (disponible en la PUCP: Biblioteca de Ciencias Sociales).
DERRIDA, Jacques
1981 “Tres ensayos para una teoría sexual”. En Obras completas. Tomo II. Madrid: Biblioteca Nueva.
Diccionaro de modismos chilenos
2009 Diccionaro de modismos chilenos. http://www.mainframe.cl/diccionario/diccionario.php
FREUD, Sigmund
1981 “Tres ensayos para una teoría sexual”. En Obras completas. Tomo II. Madrid: Biblioteca Nueva.
IRIGARAY, Luce
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LISPECTOR, Clarice
2008 “Preciosidad”. En Cuentos reunidos. Madrid: Siruela.
MOI, Toril
1988 Teoría literaria feminista. Madrid: Cátedra.
PIROTT QUINTERO, Laura
2005 “Textual Violence in Feminist Criticism: The Case of Hélène Cixous and Clarice Lispector”. En InterCulture. An Interdisciplinary Journal. Vol. 2, Nº 3. http://interculture.fsu.edu/pdfs/pirott-quintero%20lispector_and_cixous.pdf.
REYNOSO, Oswaldo
1991 “Cara de Ángel”. En Los inocentes. Relatos de collera. Lima: Colmillo Blanco.