La resistencia como fundamento de la libertad. Reflexiones a partir de "Los ríos profundos"*
Este ensayo explora una cuestión previa al debate en torno al resultado de los intercambios culturales que se multiplican a consecuencia del proceso de globalización. Para algunos el multiculturalismo es el porvenir. La coexistencia de mundos comunicados, cada uno manteniendo una identidad propia. Pero para otros la globalización homogeniza las culturas, diluye sus fronteras y debilita sus peculiaridades. Cada una de las posiciones en debate puede citar muchos hechos que corroboran sus presunciones. Es seguro que cada una de las dos tenga mucho de cierto, pero es problemático ponderar los aciertos respectivos. En todo caso, el tema del poder es anterior al análisis de estas posibilidades. Es decir, que se realice una u otra dependerá del poder de las sociedades respectivas.
En un mundo ideal el intercambio cultural entre personas y comunidades debería ser libre, de manera que la gente pudiera escoger los valores, creencias y costumbres más afines a sus deseos. No obstante, debe reconocerse que estamos muy lejos de esta situación. La relación entre culturas lleva la impronta de la jerarquía y la dominación; pero también del conflicto y la resistencia. Solo cuando la resistencia haga retroceder los intentos colonizadores estaremos en una situación pareja, donde individuos y comunidades podamos escoger lo que realmente queremos.
Para desarrollar lo anterior examinaré el trabajo de la resistencia a la colonización en la novela Los ríos profundos de José María Arguedas (1911-1969). Me concentraré en el análisis de algunos episodios donde es visible el retroceso de la imposición colonial y el contacto con lo que aún puede ser, con la virtualidad que el colonialismo postergó pero no canceló, pues no deja de estar presente. En conjunto la novela testimonia el inicio de la lucha de indígenas y mestizos contra el enorme poder del feudalismo colonial. Se trata de un régimen tipo apartheid basado en el arrinconamiento y explotación de la población nativa originaria. Esta situación produce ilícitos beneficios para criollos y mestizos.
Me he decidido por un análisis detallado de ciertos episodios en la apuesta de que solo el examen de lo singular nos habilita para construir un saber de mayor alcance; es decir, una reflexión que pueda ser sugerente más allá de las coordenadas en las que ha emergido. Un supuesto fundamental de mi trabajo es que la narrativa de Arguedas, por la hondura con que cala en el mundo que describe, puede ser considerada como un documento que nos permite acceder no solo a la realidad de ese mundo sino, de igual modo, a sus latencias o posibilidades. Esta clarividencia tiene un fundamento vital en su experiencia de mestizo desarraigado, de persona que no termina de encajar en ninguna de las posiciones sociales claramente demarcadas en la rígida estructura social. Tal movilidad e incertidumbre existencial abren la posibilidad de un conocimiento personal de esa realidad pública que comparten indios, mestizos y señores. Y ese conocimiento personal es posible a partir del momento en que se han conocido desde adentro los mundos particulares de cada uno de estos grupos. Grupos que, pese a compartir tanto, también se ignoran y se enfrentan. De hecho, la densidad de la escritura de Arguedas invita a interrogar su obra. Y, entonces, la pregunta que guía la presente exposición es cómo imagina Arguedas la resistencia al colonialismo.
La colonización del imaginario es un proceso complejo pero decisivo en la cristalización de una jerarquía social. El control del mundo interior permite la dominación sobre el otro sin recurrir, al menos constantemente, a la fuerza física. Este control es posible por la imposición violenta de imágenes, ideas y modos de comportamiento. Si examinamos esta imposición desde la perspectiva de quien la sufre resulta que el poderoso presenta una imagen deteriorada de lo que soy. Ocurre que estoy “fallado”, que soy “objetivamente culpable”, que no puedo ser responsable de mi destino. Entonces tengo que reconocer mi culpa y someterme. El otro es ese quien me nombra y me rechaza aunque yo lo odie y lo desee.
La dinámica de la culpabilización es pues fundamental en la construcción del poder sobre el otro. Los europeos les dijeron a los indígenas que ellos eran idólatras porque habían olvidado al verdadero Dios. Y los idólatras, salvo que se rindieran voluntariamente, podían ser reducidos por la violencia a fin de salvar sus almas. Los indígenas eran representados como culpables, como gente fallada, sobre la que era legítimo que recayeran todas las sospechas. Como los judíos, los indígenas llevaban también la equivocación en la sangre. Persistían en adorar a las huacas. Entonces, por sus propios medios eran incapaces de alcanzar la salvación. Tenían que ser ayudados y vigilados por los cristianos. Pero tan valiosa ayuda implica, naturalmente, una cuantiosa retribución. Rindiendo pleitesía y sirviendo a sus salvadores, los indígenas se redimían de sus culpas y así se hacían merecedores de la gloria de Dios y de la vida eterna. Mientras tanto, los cristianos se presentaban como los buenos, como los amos, pues ellos sí creían en el verdadero Dios. Sea como fuere, los pueblos nativos aceptaron la nueva religión pero no se sometieron por completo a las órdenes del poder colonial. Trataron de negociar un espacio de autonomía y de reproducción de lo propio. Fueron siervos pero también algo más, pues recrearon sus mitos. La colonización se produjo pero fue resistida; nunca terminó.
La centralidad de la religión fue el hecho decisivo en el orden colonial. Más tarde, con el advenimiento de la república en el siglo XIX, la servidumbre indígena continuó pero sus bases se modificaron. Ahora, con el racismo llamado científico, los indios tienen que obedecer porque son descritos como “brutos, flojos e inmorales”. Es una raza “abyecta”. Bajo estas premisas surge el gamonalismo y la propiedad terrateniente en el mundo andino. La religión sigue siendo muy importante como elemento apaciguador, pero ahora el énfasis del discurso (post)colonial está puesto en la “animalidad” del indio, en su supuesta ignorancia y estupidez.
En esta coyuntura se sitúan los trabajos de Arguedas como novelista y antropólogo. El gran tema de su obra es, desde luego, documentar la dominación y la resistencia. Los efectos deshumanizantes que la imposición colonial produce tanto en los pueblos arrinconados pero no vencidos, como también entre los triunfadores.
1. Resistir al poder colonizador: desligarse de su monumentalidad opresiva y de su culto al sufrimiento
Estando en el Cusco, en algún momento el padre de Ernesto, el protagonista de Los ríos profundos, lo conduce hacia la Plaza de Armas:
"...era la más extensa de cuantas había visto. Los arcos aparecían como en el confín de una silente pampa de las regiones heladas. ¡Si hubiera graznado allí un yanawiqu, el pato que merodea en las aguadas de esas pampas! Ingresamos a la plaza. Los pequeños árboles que habían plantado en el parque, y los arcos, parecían intencionalmente empequeñecidos ante la Catedral y las torres de la iglesia de la Compañía. No habrán podido crecer los árboles -dije-. Frente a la Catedral no han podido.
Mi padre me llevó al atrio. Subimos las gradas. Se descubrió cerca de la puerta central. Demoramos mucho en cruzar el atrio. Nuestras pisadas resonaban sobre la piedra. Mi padre iba rezando; no repetía las oraciones rutinarias, le hablaba a dios libremente. Estábamos a la sombra de la fachada. No me dijo que rezara; permanecí con la cabeza descubierta, rendido. Era una inmensa fachada; parecía ser tan ancha como la base de las montañas que se elevan desde las orillas de algunos lagos de altura. En el silencio, las torres y el atrio repetían la menor resonancia, igual que las montañas de roca que orillan los lagos helados. La roca devuelve profundamente el grito de los patos o la voz humana. Ese eco es difuso y parece que naciera del propio pecho del viajero, atento, oprimido por el silencio" (Arguedas 1978:13).
Mientras se describe a la Catedral se evocan otras realidades y esta evocación resulta clave pues permite reconocer el efecto intimidante que tiene la gran construcción en el ánimo de quien la mira. Y este reconocimiento hace posible salvar la autoestima de la pretensión que busca reducirla. La Catedral es como una de esas montañas que orillan los lagos de altura. La afinidad entre ambas, la iglesia y la montaña, reside en esa majestuosidad que reduce a la criatura humana, que le produce sentimientos de respeto y temor, que la lleva a postrarse buscando protección de una grandeza que la hace vulnerable. El poder de la gran edificación es tan vasto que nada de lo que está a su alrededor puede adquirir la dimensión que le es propia. Es así, por ejemplo, que el narrador-protagonista nos dice que los árboles “parecían intencionalmente empequeñecidos ante la Catedral…”. Se trata de una majestuosidad que invita al asombro y al silencio, un espacio donde los observadores son presionados a tomar conciencia de lo minúsculo de su ser. El respeto que inspira resulta entonces opresivo. El poder de la iglesia es afín al poder de la naturaleza, ambos deslumbran e intimidan. También fuerzan al silencio, pues cualquier sonido se ve amplificado por el eco de las rocas o las paredes; entonces, el viajero u observador está colocado en un dilema. Quisiera gritar para amortiguar su soledad y pequeñez, para expresar su sorpresa, pero teme que ese grito se multiplique gracias al eco producido por las piedras, lo que significaría un atentado contra la silenciosa gravedad de ese lugar tan cargado de poder y trascendencia. Este dilema, entre las ganas de gritar para sentirse acompañado y el miedo a hacerlo y faltar al respeto, se vive como una opresión, como un no saber qué hacer. La reacción común es el rezo y la oración, el repetir conjuros que permiten sobrellevar dignamente el agobiante imperio del lugar. No obstante, el padre de Ernesto, el protagonista, reacciona de una manera personal que se escapa de la imposición colonial. Le habla a dios, conversa con él, libremente. Evade así el sometimiento que el lugar exige, el malestar que puede producir. En cambio, Ernesto está rendido: no sabe cómo manejar las emociones que el lugar le despierta.
¿Por qué es necesaria la comparación entre la iglesia y la montaña para poder comprender el sometimiento inducido por la monumentalidad de la iglesia?
Es un hecho que el texto plantea que la enormidad de la iglesia induce a la humildad y al recogimiento a quien la observa. No obstante, tiene que notarse que para tomar conciencia de esta relación ha sido necesario que el narrador compare la iglesia con la montaña. Lo que está implícito es la idea de que los constructores de la Catedral han reproducido el efecto creado por la fuerza y la belleza descomunales de ciertos parajes naturales.
La revelación de la afinidad resulta una suerte de epifanía, el desciframiento súbito de un misterio. Para empequeñecer y dominar a la criatura humana el poder colonizador ha copiado la naturaleza. La majestuosidad de la Catedral imita el deslumbre que producen las montañas.
No ha de perderse de vista, sin embargo, que esta mirada y este efecto son posibles solo en los sujetos conformados por tradiciones culturales en las que los sentimientos de temor y respeto resultan respuestas lógicas frente a una sacralidad que permea el mundo y se impone, disminuyendo al hombre.
Es evidente que una persona ajena a ese mundo no sentiría lo mismo. La Catedral podría ser solo un edificio más, o quizá un espacio donde, por medio del arte, se busque las huellas de esa trascendencia que tiende a desvanecerse en el mundo moderno. En todo caso, en nuestra actualidad el poder se articula desde otros espacios. Quizá el imperio que antes tenían las iglesias es el que ahora tienen los grandes bancos, los hoteles de lujo y las tiendas exclusivas. Espacios cuya grandeza empequeñece y rinde a esos nuevos indios que somos casi todos; es decir, esa mayoría de criaturas humanas a la que es necesario recordarles que valen poco o nada.
En Las palabras y las cosas, Michel Foucault, establece que la afinidad es la base de una episteme que fuera desplazada por la modernidad y su consiguiente privilegiar los nexos causales y la representación (supuestamente) objetiva de la realidad (Foucault 1981). En cambio, la disposición a percibir afinidades entre lo presente y lo ausente, el hecho de que una cosa evoque a otra muy distinta, remite a una concepción del conocimiento como sabiduría o saber vivir, en el cual lo importante es vislumbrar las analogías que revelan e identifican aquello que nos afecta, lo que está “detrás” de lo percibido. De no ser por la evocación y la metáfora, el sujeto estaría en una posición indefensa, incapaz de resistir la vivencia de sometimiento que el lugar pretende producir. Vuelvo al caso de los bancos en el mundo moderno, especialmente las salas de directorio donde se reúnen los propietarios o sus representantes. Se trata de espacios cargados de un nuevo tipo de sacralidad. Su lujo desbordante quiere rendir a las gentes, inspirar respeto y temor. Allí se decide el futuro de tantos...
Frente a la majestuosidad de la Catedral se alza la delicada iglesia jesuita de la Compañía, situada en la misma Plaza de Armas. La Compañía parece quizá más alta pero también es más angosta. No tiene atrio, tampoco tiene las tres puertas que simbolizan la dignidad de templo mayor.
"Nos acercamos a la Compañía. No era imponente, recreaba. Quise cantar junto a su única puerta. No deseaba rezar. La catedral era demasiado grande, como la fachada de la gloria para los que han padecido hasta su muerte. Frente a la portada de la Compañía, que mis ojos podían ver completa, me asaltó el propósito de entonar algún himno, distinto de los cantos que había oído corear en quechua a los indios, mientras lloraba en las pequeñas iglesias de los pueblos. ¡No, ningún canto con lágrimas!
-Papá, la catedral hace sufrir- le dije.
-Por eso los jesuitas hicieron la Compañía. Representa el mundo y la salvación" (Arguedas 1978:25).
El contraste entre la Catedral y la Compañía es el de una majestuosidad que se impone como un peso, versus una estructura grácil que se eleva al cielo. La Compañía inspira en Ernesto las ganas de cantar un himno alegre, que nada tuviera que ver con el dolor. Y su padre afirma que los jesuitas y su iglesia representan “el mundo y la salvación”.
La diferencia tiene que ver con las proporciones. En la Catedral prima lo ancho, mientras que en la Compañía resalta la altura. A Ernesto la Catedral no le inspira el deseo de rezar, no es un espacio de encuentro con Dios. En todo caso lo sería solo para quienes han padecido hasta su muerte, para aquellos que han arrastrado una vida miserable. Para ellos la Catedral representaría la fachada de la gloria. En el caso de la Compañía la exaltación del sufrimiento no es tan prominente. En Ernesto se produce un deseo expansivo, una alegría de vivir. Y es que el proyecto evangelizador de los jesuitas fomentaba el sincretismo, la adopción de lo extraño desde lo propio.
El padre de Ernesto sugiere que españoles e indios están vinculados ante todo por el sufrimiento y la creencia en Dios. Sobre el español dice: “Creía en Dios, hijo. Se humillaba ante Él cuanto más grande era. Y se mataron también entre ellos.” (Arguedas 1978:19). Resulta que la grandeza moral de los españoles, según el padre de Ernesto, puede ser medida a través del grado de su humillación frente a Dios. Entonces, la soberbia es índice de un descreimiento efectivo, de un uso de Dios para amedrentar al indio. Mientras tanto la obediencia a Dios implica un sentimiento de piedad hacia el indio. Un sentimiento efectivo de que se comparte la misma humanidad. El catolicismo puede fundamentar un sentimiento de comunidad, un vínculo no manipulatorio, solo en la medida en que los españoles y sus descendientes abandonen su actitud de soberbia y se conciban a sí mismos como criaturas temerosas de Dios, igual que los indios.
La Catedral del Cusco domina un espacio donde se aminora a la gente, dominándola. Y el epicentro de este espacio es precisamente el que ocupa el Señor de los Temblores, el Cristo Crucificado, el ícono que invita a sufrir. El narrador de la novela lo describe así:
"El rostro del crucificado era casi negro, desencajado, como el del pongo. Durante las procesiones, con sus brazos extendidos, las heridas profundas y sus cabellos caídos a un lado, como una mancha negra, a la luz de la plaza, con la catedral, las montañas o las calles ondulantes, detrás, avanzaría ahondando las aflicciones de los sufrientes, mostrándose como el que más padece sin cesar... Renegrido, padeciendo, el señor tenía un silencio que no apaciguaba. Hacía sufrir; en la catedral tan vasta, entre la llama de las velas y el resplandor del día que llegaba tan atenuado, el rostro del Cristo creaba sufrimiento, lo extendía a las paredes, a las bóvedas y a las columnas. Yo esperaba que de ellas brotaran lágrimas" (Arguedas 1978:23).
Si la Catedral, a través de su grandeza, somete a la gente, la imagen del Cristo crucificado, hace lo mismo mediante la santificación del sufrimiento. Así el dolor se significa como sacrificio, como acercamiento a Dios, como medio de lograr poder y prestigio. Es decir, quien más sufre más vale, pues gracias a ese sufrimiento está más cerca de la pasión de Cristo y de los designios de Dios para los pobladores de este valle de lágrimas que es el mundo. El ícono demanda dolor. El patetismo de la imagen, su belleza sombría, impone el silencio, avergüenza la alegría, dulcifica el malestar.
Según Julia Kristeva, la esplendorosa desnudez del cuerpo femenino viene a representar en el mundo moderno la huella de lo absoluto, la infinita perfección de un Dios que se hace presente a través de la belleza de sus criaturas (Kristeva 2009). En este sentido se podría postular que la sacralidad de la que estaban cargadas las imágenes de los Cristos sufrientes se ha ido desplazando, parcialmente, en el mundo de hoy, al cuerpo femenino. En su hermosa desnudez, la bella joven nos remite a una trascendencia tan atractiva como mortífera. Su figura enciende un deseo tan intenso que en muchos noticieros de televisión se advierte al público masculino que esas imágenes de bellas muchachas en bikini podrían ser infartantes y que sería mejor que las personas con males cardiacos se abstengan de verlas. El aviso nos pone en la pista de algo tan deseado como imposible, tan espectacular como mortífero.
Volviendo a Los ríos profundos, el protagonista no acepta la presión que lo conduce a sentirse pequeño y acongojado. Aflora en él la intuición de que ese culto al dolor no es un designio de Dios. Es una manipulación de los poderosos en la que ellos mismos no terminan de creer. Dios no podría complacerse con el sufrimiento de la gente, piensa Ernesto. Si Cristo se sacrificó fue para redimirnos y no para condenarnos.
El comportamiento del Viejo -el representante de los hacendados- frente al Cristo Crucificado delata la oscura entraña del gran terrateniente. No busca poner en sintonía su propio sufrimiento con el dolor que el ícono transmite. No intenta abismarse en su pequeñez sufriente. Está nervioso, pues no hace lo que se debe y eso le produce culpa y desconcierto. No se entrega al patetismo que propone la imagen. En realidad, el Viejo tan solo cubre las apariencias. Y de eso se da cuenta Ernesto.
"Pero estaba allí el Viejo, rezando apresuradamente con su voz metálica. Las arrugas de su frente resaltaron a la luz de las velas; eran esos surcos los que daban la impresión de que su piel se había descarnado de los huesos" (Arguedas 1978:23) .
Para el narrador, la falsedad de la oración del Viejo está conectada a su apariencia mortecina, que simila un muerto en vida, una momia, un condenado.
2. Leyendo los signos del pasado: en el muro está inscrita la fórmula de tu fuerza
Ernesto llega al Cusco con expectativas polares. Puede ser el lugar de una nueva vida, segura y dichosa. Su padre es pariente del Viejo, de manera que, apelando a las leyes de la hospitalidad y el parentesco, pretende presionarlo a fin de conseguir un trabajo fijo. No obstante, esta esperanza es volátil pues el padre sabe que el Viejo es un avaro, un hombre des-almado. La duda no dura mucho tiempo, pues el Viejo cobija a sus parientes pero de una manera insultante, como haciéndoles ver que no está dispuesto a ayudarlos. En efecto, los coloca en un cuarto en el último patio de su casa, aquel destinado a los indios y a las bestias. Sin embargo, en la pobreza de la habitación ha hecho armar una cama de lujo. El mensaje es entonces claro, es como decir a sus huéspedes: ustedes habrán nacido en cuna de oro pero ahora no son más que unos indios, seremos parientes pero ello no significa que me sienta obligado a darles algo.
La escena del encuentro de Ernesto con el muro del palacio de Inca Roca es decisiva en la novela. Lo que acontece allí es una revelación. La fascinación con las piedras es el clima anímico que permite catalizar sentimientos e ideas dispersos en el mundo interior de Ernesto. Las intuiciones se convierten en certidumbres. La majestuosidad del muro, su enorme poder, depende tanto de la individualidad de las piedras como de la forma de su ensamblaje, de la manera en que hacen conjunto. En efecto, la particularidad de este muro es que las piedras no son regulares, cada una tiene diferente forma y tamaño. No han sido talladas, uniformadas, con anterioridad a la construcción del muro. Ocurre que las piedras han sido encajadas las unas con las otras a medida que el muro fue levantado. Esto significa que el todo no resulta de la reunión mecánica de partes homogéneas sino de una articulación creativa de elementos disímiles que se van definiendo mutuamente. Al momento de agregar cada piedra, algunas características suyas, o de las piedras anteriores, son modificadas mediante un laborioso proceso de tallado que permite uniones sin argamasa y sin vacíos. Se logra, entonces, con infinita paciencia, un muro compacto en el cual la relación entre la parte y el conjunto es peculiar, pues el logro de la unión ha implicado desarrollar la singularidad de cada una de sus partes. De otro lado, la forma del muro se define por la conjunción de esas singularidades. Digamos que el conjunto depende del desarrollo de las particularidades de las partes y que esa conjunción de particularidades da al todo un carácter único, el ser una suerte de ordenación de irregularidades. De hecho el muro produce en Ernesto una sensación de dinamismo y movimiento. Pero sobre todo lo contagia de fuego y vida.
"Caminé frente al muro, piedra tras piedra. Me alejaba unos pasos, lo contemplaba y volvía a acercarme. Toqué las piedras con mis manos; seguí la línea ondulante imprevisible, como la de los ríos, en que se juntan los bloques de roca. En la oscura calle, en el silencio, el muro parecía vivo, sobre la palma de mis manos llamaba la juntura de las piedras que había tocado" (Arguedas 1978:11).
En realidad, el muro simboliza un vínculo social que se fundamenta en una adecuación mutua entre las partes o individuos y que implica, por tanto, el desarrollo de la singularidad de cada uno de sus elementos. Esta adecuación se logra gracias a la creatividad de los constructores, que les permite ir encontrando, en cada caso, las formas y los ángulos que hacen posible la unión compacta entre las piedras. Y entre todas las piedras del muro, la piedra llamada de los doce ángulos es la más emblemática.
Gracias a un trabajo de pulido esta piedra ha sido asentada encima de aquellas sobre las cuales reposa. Luego ha sido tallada para que, a sus lados o encima, puedan encajarse otras piedras en un tipo de unión que ha sido lograda sobre el terreno y que depende del trabajo sobre las particularidades de cada una de ellas. Se trata de un vínculo que da solidez al conjunto, pues resulta que las piedras, por medio de la proliferación de ángulos y relaciones, están como agarrándose entre sí. Se diría que levantar el muro ha sido como construir un rompecabezas a partir de partes irregulares que tienen que recortarse para encajar entre sí.
Este muro contrasta con los muros incaicos posteriores y con los muros coloniales. En estos dos casos los ideales de orden y regularidad se proyectan en el hecho de que todas las piedras sean iguales. Sus piedras, entonces ya no tienen encanto, su particularidad ha sido suprimida en una homogenización violenta que hace iguales las unas a las otras.
Mientras tanto, las líneas del muro descrito asemejan la corriente de los ríos:
"Era estático el muro, pero hervía por todas sus líneas y la superficie era cambiante, como la de los ríos en el verano, que tienen cima así, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la más poderosa. Los indios llaman yawar mayu a esos ríos turbios, porque muestran con el sol un brillo en movimiento, semejante al de la sangre. También llaman yawar mayu al tiempo violento de las danzas guerreras, al momento en que los bailarines luchan. –¡Puk´tik, yawar rumi! (piedra de sangre hirviente) exclamé frente al muro, en voz alta" (Arguedas 1978:11).
El muro le revela a Ernesto la potencia del mundo andino: “Ese muro puede caminar; podría elevarse a los cielos o avanzar hacia el fin del mundo y volver”. El muro podría comerse al terrateniente avaro que vive en la construcción sobre él edificada. La naturaleza indómita, la música y la lucha están en el muro como presencias latentes que en cualquier momento pueden renacer a la vida. “Piedra de sangre hirviente”, la imagen es paradójica pues sintetiza hechos en apariencia contradictorios. La piedra está hecha de sangre hirviente que bulle. Se trata de la coagulación de un poder creativo que está en el mundo andino. Ese poder ha levantado el muro y es tan fecundo que no puede haber desaparecido.
En Los ríos profundos, el personaje que mejor representa ese poder, el referente más cercano a la “piedra de sangre hirviente”, es doña Felipa, la comerciante mestiza que se rebela contra la arbitrariedad de los hacendados o gamonales, contra la dominación total que el sistema supone. En efecto, para el padre Linares, el sacerdote que está en la cima del sistema señorial, los indios no tienen por qué cuestionar que ellos sean para sus patrones menos importantes que los animales. Para él la rebelión no se justifica en ningún caso. La sumisión resignada es la única actitud posible. Pero doña Felipa define de una manera muy distinta la situación. Ella considera inadmisible esa arbitrariedad que se pretende tan incuestionable como los mandatos de Dios. Es así que se enfrenta al sacerdote, reclamando justicia, afirmando que la gente está primero que los animales.
3. Expropiando los argumentos del colonizador: Cristo nos quiere iguales
La confrontación entre ambos personajes se desarrolla en frente de una multitud compuesta de comerciantes y gente de pueblo. Un rumor ha precipitado la congregación de la gente y allí se ha confirmado que la sal que necesitan, y que no es vendida por la empresa, es la sal que sí llega a los hacendados para la alimentación de sus vacas. Esta situación es un escándalo que indigna a la multitud que es ahora arengada por doña Felipa, la chichera más popular de Abancay. La gente está furiosa. Entonces el padre Linares es llamado para apaciguar los ánimos y dispersar a los manifestantes. El sacerdote tiene miedo, pero se sobrepone y atraviesa el gentío para acercarse a doña Felipa. En estas circunstancias se produce el siguiente diálogo.
"-… No, hija. No ofendas a Dios. Las autoridades no tienen la culpa. Yo te lo digo en nombre de Dios.
-¿Y quién ha vendido la sal para las vacas de las haciendas? ¿Las vacas son antes que la gente, padrecito Linares?
-¡No me retes hija! ¡Obedece a Dios!
-Dios castiga a los ladrones padrecito Linares –dijo a voces la chichera, y se inclinó ante el padre. El padre dijo algo y la chichera lanzó un grito:
-¡Maldita no padrecito! ¡Maldición a los ladrones!" (Arguedas 1978:99).
Falto de razones, el padre Linares no pretende un diálogo, simplemente quiere imponerse, reducir al silencio a doña Felipa. Y para hacerlo recurre a definirse a sí mismo como alguien capaz de hablar en nombre de Dios. Este reclamo no es arbitrario, pues él sabe que todo el pueblo reconoce que sostiene con Dios una interlocución privilegiada. Entonces, investido de esta autoridad, se pretende con el derecho a decir lo que es verdadero y justo, aquello que todos deben hacer, pues finalmente así estarán cumpliendo los deseos de Dios.
Doña Felipa respeta al padre Linares pero no se queda callada. Sin enfrentarse abiertamente, cuestiona su autoridad. El argumento decisivo de doña Felipa es que las vacas no pueden estar primero que la gente. Mientras tanto el padre Linares no puede negar abiertamente lo que doña Felipa afirma. Por tanto, solo le queda insistir en que su palabra no puede ser cuestionada, que la realidad es tal como él la nombra, es decir, que “las autoridades no tienen la culpa”; entonces por su intermedio, los hacendados y los jefes de la salinera quedan redimidos de toda responsabilidad. Pero este intento no resulta convincente, pues es visible que mientras hay sal para los animales no la hay para los indios y mestizos.
Así como el padre Linares no puede negar lo que la gente sabe, doña Felipa tampoco puede negar que el padre Linares tiene una autoridad fundada en Dios. Por tanto, dos evidencias, o voces, se contraponen. La que proviene de los sentidos establece que hay sal para los animales pero no para la gente. Y la que proviene de la tradición afirma que no se puede dudar del emisario de Dios. La oposición entre estas dos voces, o fuentes de autoridad, ambas tan poderosas, puede tener un impacto fragmentador y doloroso. En ese preciso momento el padre Linares hace un gran y último esfuerzo por callar a doña Felipa. La llama para decirle algo en privado. Aunque no sepamos sus palabras, podemos inferir, por la reacción y resistencia de la chichera, que el padre Linares la está presionando con amenazas y maldiciones. Pero, otra vez, ella no se deja amedrentar. Sin desconocer la autoridad de su oponente se ratifica en la presunción de que, al menos en este caso, el padre Linares está equivocado. Entonces, triunfante, doña Felipa se retira respetuosamente del diálogo y organiza a la muchedumbre que va a asaltar el local de la salinera. Allí encontrarán la sal que les fue negada.
¿A qué apela el padre Linares para acallar a doña Felipa? ¿Por qué fracasa en su intento? Y, de otro lado, ¿cómo logra la chichera resistir la presión del sacerdote? ¿Por qué, pese a su triunfo, lo sigue respetando? El sacerdote trata de sojuzgar a la chichera convocando su espíritu de obediencia, tratando de activar el temor interiorizado ante la autoridad. El padre Linares reúne todas las características con las que está asociado el poder: es varón, es blanco, pertenece al mundo de los señores y, sobre todo, es un hombre en comunión con Dios. Ahora bien, pocas personas podrían resistir semejante presión. En la época del gamonalismo lo más normal era ceder. Ello significa que en el mundo interior de los subalternos el miedo y el servilismo podían más que la razón y el espíritu de justicia. La persona que cede a la imposición autoritaria renuncia a su autonomía, se somete sin reservas. Esto es justamente lo que el padre Linares pretende. Una obediencia incondicional. Una situación en la que la gente esté dispuesta a soportar cualquier abuso en el entendido de que la autoridad es buena y que eso que se ve como abuso tiene en realidad una buena intención que la gente no puede llegar a comprender por sus propias limitaciones. La autoridad merece pues una confianza ciega. Pero ella resulta muy difícil de obtener en momentos en que la gente observa en la práctica lo contrario de lo que se dice. Está pretensión de obediencia incondicional es el núcleo que define lo que he llamado dominación total. Es la situación a la que están sometidos los peones de las haciendas. Sumisos y callados, sin alegría; desconfían y tienen miedo de los extraños; se han acostumbrado a conformarse. Pero el padre Linares no logra reprimir a doña Felipa. Juegan en su contra las evidencias abrumadoras de la responsabilidad de los hacendados y funcionarios. Y, sobre todo, el carácter díscolo de la chichera. El miedo a la autoridad no la paraliza, ni la rinde. Tampoco es que desconozca a la autoridad, lo que sucede es que en esas circunstancias la ignora.
El enfrentamiento entre el padre Linares y doña Felipa da luces para entender el feudalismo colonial como configuración cultural productora de subjetividades. El sujeto subalterno del feudalismo colonial es doblemente siervo, de un lado tiene que trabajar gratuitamente para acceder a la tierra, como cualquier siervo, pero, del otro, es deshumanizado por el patrón. En el feudalismo colonial no existe, para decirlo en términos weberianos, una comunidad de piedad entre señores y siervos. La diferencia de aspecto físico, idioma y cultura dificulta una mínima identificación mutua, de manera que la empatía y la compasión quedan reprimidas, imponiéndose la voluntad de dominio. El otro, el siervo, es una cosa que puede ser usada y abusada con solo un reparo: que ese siervo no se dé cuenta de que su señor no lo considera humano. Es decir, la dominación feudocolonial tiene una dinámica tal que su fundamento no puede ser públicamente reconocido por sus beneficiarios.
Esta es la razón por la que el padre Linares pierde en el enfrentamiento con doña Felipa. En definitiva, no puede decir la verdad de lo que siente y piensa, pues esa verdad estaría en abierta contradicción con las enseñanzas del Dios que legitima su posición dominante. El padre Linares tendría que haber dicho:
"Es cierto, es así, y es lógico que así sea. Las vacas son más importantes que los indios y los mestizos. Un indio no cuesta nada, y a nadie que valga la pena le importa lo que pueda sucederle; en cambio una vaca puede ser vendida a buen precio en el mercado. Entonces, ¡qué quieren! ¡No sean ingenuos! Lo que han hecho los hacendados está muy bien. Ustedes han nacido para obedecer y no tienen derechos ni voluntad propia, deben hacer lo que sus patrones les dicen. Y si son buenos y obedientes, entonces, recibirán la recompensa de la vida eterna, de la salvación en el paraíso. Así lo quiere Dios."
Pero el padre Linares no puede hacer público lo que piensan él y los hacendados, pues ello significaría admitir que el fundamento del orden social, el cristianismo, es una mentira, un engaño. El discurso feudocolonial no es transparente, es intrínsecamente mentiroso. Como consecuencia, el vínculo entre el sacerdote y los indios está interferido por toda clase de fantasmas. En realidad, el padre Linares está en una situación estructuralmente cínica. Él piensa algo muy distinto de lo que dice. Y aunque él y los hacendados no quieran tomar conciencia de que engañan a los indios y pretendan justificarse de diferentes maneras, es un hecho del cual en el fondo se saben culpables. Entonces no es posible una buena conciencia para los hacendados. Ese saberse cínico es un conocimiento reprimido que regresa a la conciencia como un sentimiento de culpa. En efecto, una vez debelada la sublevación y restaurado el viejo orden de la dominación total, comienza a esparcirse el rumor de que doña Felipa está en la selva armando un ejército de indios salvajes, no colonizados, para regresar y quemar las haciendas. Ese rumor es la expresión de un deseo de castigo, de una expiación que permita salir del cinismo y la culpa.
¿Hay en doña Felipa el germen de un discurso equivalente a aquel que el padre Linares no puede confesar? En realidad, ese discurso no es otro que el de la igualdad y la democracia: tomarse en serio el cristianismo, apostar por el lado visible del discurso feudocolonial, por la afirmación de que todos los hombres somos hijos de Dios y que por tanto estamos –todos- por encima de los animales.
Ido el padre Linares la violencia se extiende. Al grito de “¡Hoy van a morir los ladrones!” la multitud asalta la salinera. Tiran piedras, rompen vidrios; derriban puertas. Allí, en la bodega, está la sal que les ha sido negada. Empieza entonces el reparto. Primero entre las mujeres que han participado en el motín. Y luego doña Felipa ordena reservar varios sacos para los indios siervos de las haciendas. Doña Felipa se convierte en una heroína. Ella representa el coraje y la sed de justicia de la población. Es la “sangre de piedra hirviente”. La encarnación de la resistencia al colonialismo.
4. El aferramiento al universo mítico y la lucha por la salvación
En el último capítulo de Los ríos profundos la plaga se esparce por los campos. El tifus ha empezado en una de las haciendas más pobres y lejanas de la comarca de Abancay. Por lo pronto está en un clima frío, en la altura. En la ciudad se piensa que si la peste llega a los valles bajos será difícil controlarla, pues en el calor se transmite con mucho mayor facilidad. El miedo a la enfermedad y a la muerte recorre Abancay. Se debe evitar que la gente infectada llegue. El consenso de los vecinos es cerrar el puente que empalma el camino que va de la ciudad a las haciendas. La medida se hace más urgente pues un rumor comienza a correr por todas partes. Los indios colonos pertenecientes a quince haciendas se han puesto en marcha y se dirigen a la ciudad. Se han juntado miles de ellos, y aunque en el camino mueren en cantidad, los que sobreviven están empeñados en ir a la iglesia para recibir la bendición del santo padre de Abancay, el padre Linares. Y no hay fuerza que pueda disuadirlos de su empeño. Controlado el puente por la gendarmería, cruzan el río por medio de sogas y oroyas. El ejército tendría que ametrallarlos, pero esta posibilidad, aunque se insinúa, no se discute en serio. No queda otra salida que entenderse con ellos a fin de regular su marcha. Llegarán a Abancay en la noche, asistirán de inmediato a la misa, recibirán la bendición y, luego, se regresarán por donde vinieron. Los vecinos saben que los indios, cargados de piojos, traen la peste. Pero nadie puede detenerlos. Entonces la perspectiva es huir de la ciudad o bien encerrarse en sus casas. Lo que está sucediendo resulta inaudito y difícil de creer para los vecinos, es decir, para los señores y mestizos. Son los mismos indios, siempre sumisos y tristes, los que están ahora desafiando los fusiles de la gendarmería y las ordenanzas de la autoridad. Y todo para recibir una bendición y escuchar una misa.
Es un hecho que, al juntarse, los indios aceleran la propagación de la peste. Pero ellos ignoran que la enfermedad se transmite por los piojos. Lo que pretenden es una bendición que los proteja de la fiebre o los lleve directo al cielo. Esta mezcla de ignorancia con fervor religioso resulta increíble para los vecinos de Abancay. Uno de ellos le dice a Ernesto:
"El colono es como gallina; peor. Muere, no más tranquilo. Pero es maldición la peste. ¿Quién manda la peste? ¡Es maldición! “¡Inglesia, inglesia; misa, Padrecito!” están gritando, dice, los colonos. Ya no hay salvación, pues, misa grande dice quieren, del Padre grande de Abancay. Después se sentarán tranquilos; tiritando se morirán, tranquilos. Hasta entonces empujarán fuerte…" (Arguedas 1978:236).
El Padre Linares tampoco entiende a los indios. La noticia de que esperan su bendición lo llena de miedo y rabia.
«-¿No? –exclamó con violencia-. Es que ahora, morir así, pidiendo misa, avanzando por la misa… Pero en otra ocasión un solo latigazo en la cara es suficiente…¡Ya!.
En la iglesia, rodeado de indios llenos de piojos, la infección es muy probable. Entonces, está tentado por la posibilidad de huir. Pero el Padre Linares, el santo padre de Abancay, se sobrepone. Decide estar a la altura de su imagen pública. “Los consolaré. Llorarán hasta desahogarse. Avivaré su fe en Dios. Les pediré que a la vuelta crucen la ciudad rezando”» (Arguedas 1978:240).
Los indios colonos llegan a la ciudad a medianoche. Asisten a la misa. Y salen de ella embravecidos, decididos a combatir la peste de la manera en que ellos saben.
"Lejos ya de la plaza, desde las calles, apostrofaban a la peste, la amenazaban. Las mujeres empezaron a cantar. Improvisaban la letra con la melodía funeraria de los entierros: Mi madre María ha de matarte/ mi padre Jesús ha de quemarte,/ nuestro Niñito ha de ahorcarte/ ¡Ay, huay, fiebre!/ ¡Ay, huay, fiebre!" (Arguedas 1978:242).
Ernesto, mientras tanto, imagina lo que habría de suceder:
"Llegarían a Huanupata, y juntos allí cantarían o lanzarían un grito final de harawi, dirigido a los mundos y materias desconocidos que precipitan la reproducción de los piojos, el movimiento tan menudo y tan lento de la muerte. Quizá el grito alcanzaría a la madre de la fiebre y la penetraría, haciéndola estallar, convirtiéndola en polvo inofensivo que se esfumara tras los árboles. Quizá" (Arguedas 1978:242).
Este episodio resulta difícil de entender. De repente, bajo el acicate del miedo y de la lucha contra la muerte, los indios colonos se sacuden de su apatía y resignación. ¡Ellos quieren vivir! Nadie en la ciudad lo puede creer. ¿Cómo así han logrado desafiar las órdenes de las autoridades y los fusiles de la gendarmería? Resulta que palpita en ellos un apego a la vida que nadie, ni siquiera el propio Ernesto, había intuido. Y resulta, además, que ese apego se expresa en una fe inquebrantable en una religión, la cristiana, que ha sido usada para sojuzgarlos. Y, muy en especial, en un sacerdote manipulador y cínico para el cual ellos, los indios, valen nada o casi nada. No obstante, de alguna manera su fe produce acontecimientos. Hechos inesperados.
Los colonos indios superan su aislamiento en las haciendas para congregarse en los caminos. Se ponen en marcha desobedeciendo las órdenes que les dicen que regresen a esas haciendas. Se enfrentan al ejército y no se dejan intimidar por las amenazas de ser diezmados por las descargas de fusilería. Logran cruzar el río con gran peligro de sus vidas. Su resolución es una sorpresa para todos. Luego comprometen al padre Linares. Lo colocan en una encrucijada. O bien se deja llevar por su miedo a la muerte y, entonces, fuga, o bien se decide por honrar esa imagen suya que tanto lo satisface, la de ser el padre santo de Abancay, solidarizándose de esta manera con los indios, siendo lo que ellos creen que es.
Finalmente con sus canciones y su marcha actúan contra la peste. Su fe les dice que María, la madre, Jesús, el padre, y el Niñito habrán de vencer a la enfermedad. Su necesidad de amparo está cubierta, se sienten protegidos y animosos. Invencibles.
Pero, ¿qué ha sucedido? En vez de esperar a la muerte, cada uno por separado, los indios han decidido juntarse para buscar la salvación. Así han logrado una fuerza y una resolución que nadie esperaba.¿De dónde ha salido ese optimismo, esas ganas de derrotar a la muerte? Paradójicamente, de la misma religión que los aplasta. En el cristianismo se ven a sí mismos como seres humanos que tienen derecho a vivir.
Lo que este episodio pone en evidencia, pues, es que los indios son un pueblo capaz de tener fe, que tiene ideales, que ama la vida y que está dispuesto a luchar por la esperanza. Su servilismo, su sometimiento, no es total. Está iluminado por un horizonte de justicia asequible mediante la fe en Dios y la acción colectiva. En efecto, si es invocado con tanta fe, Dios no puede fallarles, tendrá que responder amparándolos de la peste y de la muerte, como ya lo ha hecho el padre Linares.
La tenacidad de los indios hace recordar la indestructible esperanza de Job. En efecto, Job pensaba que Dios era justo y que él –Job- era inocente, por tanto sus desgracias no podían ser sino temporales. Dios tendría que restituirle todo lo perdido. De igual forma, los indios se sienten inocentes y es por ello que luchan por la salvación o por la vida.
5. Conclusión: la lucha contra el colonialismo
A través del análisis de algunos episodios de una novela de Arguedas he tratado de identificar los modos en que los sujetos tratan de escapar del lazo colonial. En concreto tenemos las siguientes iluminaciones.
a) La lucha por escapar de la prisión servil, de solo callar y obedecer, de no tener voz, implica que el indio se dé cuenta de aquello que lo obliga a obedecer. La voluntad de sojuzgarlo se articula en el campo religioso y se plasma, por ejemplo, en la monumentalidad opresiva de ciertas iglesias. También en el patetismo de los Cristos que dulcifican el sufrimiento. Entonces se debe resistir la tentación de rendirse a la grandiosidad de las construcciones. Y, de otro lado, tampoco dar culto al sacrificio. Pero todo ello implica la resignificación del cristianismo.
b) Acercarse a los restos del pasado anterior a la colonización es una manera de tomar contacto con lo original, con lo que fue antes de la invasión y el arrinconamiento. En esos restos hay un mensaje que debemos saber leer. Ese mensaje nos habla de una apreciable capacidad creativa y de un orden social que valora las particularidades de los individuos. Estos fenómenos persisten como latencias que se van activando en el mundo colonizado de hoy.
c) Enfrentarse a la arbitrariedad del poderoso con ideas que han sido tomadas de él y que él no puede negar, para entonces argumentar que los indios no pueden ser explotados como animales, porque ellos también son hijos de Dios.
d) La fuerza de las creencias, la integridad de la fe, permite al mundo subalterno afrontar la insensatez del mundo con una esperanza en el triunfo de la vida.
Hoy en día el principal discurso colonizador es el capitalista. El sujeto subalterno del capitalismo no es el indio siervo sino el individuo que, siendo definido como un pobre que nada vale, se le ofrece, sin embargo, la posibilidad de serlo todo. El éxito es la salvación intramundana gracias al dinero, el poder y la fama. Por lograrlo el sujeto trabajará sin desmayo, así se redimirá de esa culpa original de no valer nada. O, alternativamente, es el sujeto consumista.
Sea como fuere, la libertad no es la condición original sino el resultado de la lucha contra la violencia simbólica que nos reduce a la condición de instrumentos o piezas de una maquinaria. Y la lucha contra la opresión tal como está documentada en la obra de Arguedas representa un modelo que invita a pensar en cómo recuperar la autonomía en situaciones de sometimiento donde casi no hay esperanza.
Nota
* Quiero expresar mi agradecimiento a Carmen María Pinilla, Eilleen Rizo-Patrón y Cecilia Rivera, pues este ensayo se elaboró en un permanente diálogo con sus trabajos y hubiera sido imposible sin ellos.
Bibliografía
ARGUEDAS, José María
1978 Los ríos profundos. Buenos Aires: Losada.
FOUCAULT, Michel
1981 Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. México: Siglo XXI.
KRISTEVA, Julia
2009 “De las madonas a los desnudos. El cristianismo, la femineidad y la idea de belleza”. En Esa increíble necesidad de creer. Buenos Aires: Paidós.