ya acabó su novela

La pérdida del alma colectiva

Publicado: 2009-09-21

Este es un ensayo de mi amiga Silvia Rivera Cusicanqui

(A la memoria de Carlos Alfredo Rivera)

Silvia Rivera Cusicanqui

The loss of the soul titula un libro del psicología que hojeaba por las noches, en la casa de unos amigos que me alojaron en esa siempre fascinante ciudad que han bautizado como the big aplle (la gran manzana). Y así mientras comía las manzanas que Beth y Tom habían recogido en unas huertas a orillas del río Hudson, se me vino a la memoria la infancia de mi padre, el “Cayo” Rivera, que para mí ha sido sin duda el boliviano más importante del siglo, no sólo por haber nacido un 20 de octubre de 19911 y muerto un 19 de agosto de 1999, sino por la forma reflexiva y amorosa con la que construyó su mundo, el mundo, nuestro mundo. Él vivió y testimonió con intensidad su tiempo histórico, cargado de conflictos y utopías, pero a la vez fue capaz de reproducir el flujo de la memoria colectiva, a través del tierno nexo con su madre, sus abuelos y hermanas, que nos transmitió en largas tardes dedicas al recuerdo. Brillaban sus ojos con las anécdotas de sus travesuras de infancia, en tiempo de carnavales y cuaresma, cuando los chit’is eran libres de recoger de lo ajeno, k’ukeando duraznos y manzanas hasta hartarse. Dizque se les hacía agua la boca el Viernes Santo, cuando sus piadosas madres tapaban al Jesucristo con un espeso lienzo morado, luz verde para salir por las huertas del valle a cometer fechorías.

Quizás el gesto de permisividad, tan ajeno a la culpa y a la contrición católicas, nos ayude a entender la curiosa mezcla andina que somos, practicando formas de catarsis colectiva que permiten restaurar el equilibrio moral de la colectividad, librándola de hipocresías y moralinas.

Hoy estas formas de sociabilidad –que practica devotamente la gran mayoría de gente en nuestro país- son consideradas arcaicas por ciertas capas de la intelectualidad liviana, aquella que cultiva la soberbia y la autosuficiencia, envueltas en el ilusorio manto de la individualidad total. Esta realidad virtual se esfumará sin duda, cuando alguien apriete la tecla delete (borar) desde la computadora de una firma transnacional, agencia de inteligencia u ONG desarrollista del Norte.

A mi modesto entender, lo que les está pasando a muchos neoyorquinos –y también a muchos compatriotas- es algo que las abuelas y abuelos podrían haber reconocido desde el simple brillo de su mirada. Se les fue su ajayu, no tienen con qué hacerle frente a la excesiva complejidad del mundo, y por ello se tensionan y contorsionan fabricando la ilusión consoladora, que a pesar de sus tientes futuristas, nació en realidad con el siglo de las luces: la de habitar una sociedad feliz de individuos libres e iguales, asentada sin embargo en la exclusión (o reclusión) de la mayoría, en el olvido, en el encubrimiento y en la doble moral, que permite robar no sólo duraznos sino cuantiosos fondos estatales, siempre que nadie se dé cuenta de ello.

La teoría del ajayu podría solventar este enigma, por su forma práctica de articular al individuo con la colectividad, a la memoria con el presente, a través de ritos como el de Todos Santos...

Entrenada yo misma en la lectura del brillo de los ojos –la pérdida del ajayu la hemos tratado más de una vez en mi propia familia- me di cuenta un día, mientras iba por el tren subterráneo de Nueva York, que nadie de los pasajeros tenía ajayu, salvo una negra corpulenta que musitaba un blues, en cuyos “ojos antiguos” destellaba la chispa de la memoria, del arraigo colectivo. Para nosotras, la wawa que ha perdido el ajayu se enferma, se constipa, tiene pesadillas sudorosas y comienza a perder peso.

Pero quizás, si nadie se ocupa del asunto, de adulto se convertirá en un ser endurecido, capaz de realizar proezas en motocicleta o arrasar con quienquiera que se le ponga en frente. La pérdida del ajayu lleva, bien a esa individualidad insaciable y autodestructiva, o bien a la condición de rebaño, a la conformidad con la máquina y a un estado “cómodamente adormecido”.

Y así, comiendo esas paradójicas manzanas, se me dio por pensar en la banalidad del tiempo concebido sólo como presente, como anulación del pasado. En los años 30, Maurice Halbwachs, un sociólogo judío discípulo de Durkheim, planteó a la ciencia un enigma al parecer insoluble: cómo es posible la transmisión de generación en generación de la memoria colectiva (lo que supone complejos procesos neuroquímicos), si nuestro cerebro y toda la estructura de la psique humana es individual e idiosincrática (o al menos eso creemos).

Para mí que la teoría del ajayu podría solventar este enigma, por su forma práctica de articular al individuo con la colectividad, a la memoria con el presente, a través de ritos como el de Todos Santos, en los que reconciliamos la modernidad del hecho mercantil con el tejido cultural de la memoria, abriendo el corazón a penas y llantos, a sentimientos de orfandad y pertenencia, mientras bautizamos las t’ant’awawas con los nombres de nuestros muertos queridos. Al hacerlo, la familia se conecta con un denso flujo de pasado, y las nuevas generaciones comienzan a nutrirse de sucesos y relatos familiares, que quizás serán claves para su salud espiritual en el futuro. Para mí, estos rituales son también una forma de protegerme contra los coletazos de la ciencia liviana, aquella que proclama que la única forma de ser nosotros mismos es reciclando la chatarra, ideológica y tecnológica, que produce el occidente.

Qué paradoja. En Nueva York se discute ahora la pérdida del alma y se la asocia con el derrumbe de arquetipos colectivos, asentados en la familia y en su vasta memoria genealógica. Vista desde estos cerros, esa lectura muestra también su filo conservador, al pretender reconstruir una institución que el propio desarrollo de la sociedad liberal ha puesto en crisis. Más que la reconstrucción de familias patriarcales, nuestra labor pensante podría ayudar más bien a develar la falacia de esa gran utopía de los siglos pasados: la del individuo químicamente solo. Otra sería la historia, si en lugar de parecer inteligentes, pensáramos. Si en lugar de consumir las teorías postmordernas sin discernimiento, nos ocupáramos de reflexionar sobre la historia, el pasado y lo propio, como prácticas de reelaboración y reinvención para el futuro, y no sólo como nostalgias residuales, que quisiéramos matar a hachazos con cada gesto de soberbia, con esa ansiosa búsqueda de universalidad que nos convierte en seres patéticos y caricaturescos.

Es la negación colectiva del pasado la que nos mata y nos mutila, la misma lógica depredadora que suplanta al inocente k’ukear duraznos o manzanas con el poner en subasta inmensos bosques, en delirantes fantasías tecnológicas envueltas de imágenes futuristas profundamente ajenas. Otra sería la historia si en lugar de dejar que el software neoliberal desarticule nuestra memoria y nuestro sentido de colectividad, con tal de parecer individuos y parecer modernos, pudiéramos universalizar la filosofía y la ética que nos hace ser diferentes, creando formas inteligentes y sostenibles de estar en el mundo, para disfrutar sin complejos las manzanas robadas, sea en Nueva York o en Totora, y para visitar el internet sin que por ello tengamos que olvidarnos de visitar los cementerios.


Escrito por

Gonzalo Portocarrero

Profesor de la PUCP. Ha publicado recientemente el libro "Profetas del odio. Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso".


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