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Un sueño autoritario

Publicado: 2010-10-06

Mi sueño

El paraíso El infierno

La pas en Cristo

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Yo soñé con un ángel en la otra parte está el diablo, el signo – y el signo +

estuvo dios con sus ángeles tocando su tropeta.

En el otro sueño avia una vez un niño yo era ese niño caminando con mi hermanito.

I

Este sueño pertenece a un niño de 13 años del Colegio Fe y Alegría N. 50 de Huamanga. Se trata de un colegio que está en la periferia de la ciudad y que atiende a una población de migrantes recientes.

Pese a su brevedad este sueño muestra, de forma contundente, el vínculo entre una visión dicotómica de la realidad, y, de otro lado, a una valoración positiva del autoritarismo definido como obediencia sumisa y destrucción/satanización de la diferencia. Lo otro que se valora negativamente.

En efecto, el paraíso como futuro posible se vincula a Dios, al ángel y a lo positivo. Y, en una oposición antagónica, el infierno se asocia al diablo y a lo negativo. Entre estos dos futuros se sitúa el niño cuyo vestido está marcado por la frase “la pas en Cristo”. Encima de la cabeza del niño flota una aureola de santidad. Es muy notable que la cabeza no esté asentada sobre el cuerpo. También está flotando, como la aureola. El cuerpo tiene la forma de un trapecio como si el dibujo quisiera representar un vestido o un hábito. El niño aparece pues figurado como un santo. Los pies, como la cabeza, tampoco están unidos al cuerpo pero en este caso la distancia es mucho menor. La separación entre la cabeza y el cuerpo expresa una distancia entre la pureza del pensamiento y las tentaciones que emanan del cuerpo. La desconexión resulta de un proceso represivo pues lo natural es el vínculo entre ambos niveles.

El niño sonríe y mira su aureola. En el cuerpo vestido se inscribe una frase, “la pas en Cristo”. Esta frase ratifica el deseo de beatitud tan visible en la cabeza. Pero este deseo es ante todo un mandato. Una orden que controla y apacigua, que implica un compromiso pero también una protección y una seguridad. La corta distancia entre el cuerpo y los pies hablan, sin embargo, de una breve vacilación entre lo que se piensa y el camino que se va a tomar, simbolizado por los pies. A la izquierda del niño está el infierno. A su derecha, el cielo. Debajo de sus pies se abren dos caminos. El derecho está marcado por el símbolo “+” que representa lo positivo, la cruz, la suma. Y el izquierdo lo está por “-“ que alude a lo negativo, a la barra que señala lo prohibido, a la resta o disminución. Sintomáticamente el cuerpo del niño está más cerca del mal camino. Si el niño se cae lo haría en ese camino. Este hecho, la mayor proximidad de lo negativo, acentúa una tensión análoga a la significada por la distancia entre la cabeza y el cuerpo. Una cierta desarmonía. El dibujo atestigua el conflicto que produce la interiorización de un mandato férreo y amenazador. Por último, en el extremo de cada camino están bosquejadas unas formas que pueden representar a la gente sigue cada camino. Se cuentan nueve formas en el camino del bien, y diez en el del mal. La diferencia es un índice de la potencia de lo negativo y amenazador.

II

El drama de la salvación es el referente central de esta narrativa. No hay más que dos posibilidades. El paraíso y el infierno. El dibujo nos da a entender que ambos destinos constituyen el trasfondo de cada decisión que el niño pueda tomar.

Desgarrado entre estas fuerzas divergentes, el niño trata de hacerse fuerte, buscando la paz en Cristo. La condición humana aparece pues desgarrada por el drama cósmico que es el enfrentamiento entre el bien y el mal, Dios y el Diablo. Ese drama se reproduce en el interior de la criatura humana, de manera que ceder a la tentación, a lo fácil, es condenarse al castigo eterno. Y tomar el camino derecho es la única posibilidad de llegar al paraíso.

La dicotomía es fuente de ansiedad. Se trata del antagonismo entre la tentación de lo que gusta y el sacrificio por el bien. La amenaza es permanente y de todas maneras algo se pierde. En todo caso la caída es la antesala del infierno. Tenemos pues una subjetividad atormentada. Escindida entre el gusto y el deber.

Lo radical de esta escisión puede sobrellevarse gracias a la santidad que procura la identificación con Cristo. Se hace posible entonces reprimir los malos deseos. No obstante, la victoria no puede ser definitiva. Además, la identificación tiene que ser reavivada en la medida en que el asecho del mal es permanente.

En esta visión del mundo y de la vida es imperativa y no hay en ella lugar para el perdón. Tiende a desembocar en un rigorismo moral que supone una lucha continua contra lo diabólico. No hay lugar para el perdón, y tampoco aparece el purgatorio.

La severidad del superyó, de los mandatos colectivos que llaman a ajustar el comportamiento a la ley, es máxima. No hay donde esconderse de los ojos de Dios que todo lo ve. Solo hay un camino, todo lo demás es engaño diabólico.

La invención del purgatorio como espacio de arrepentimiento, castigo y perdón, de purificación, permitió aliviar la ansiedad que genera una concepción de la vida tan categórica, mandatos morales tan demandantes e inflexibles. El purgatorio nos reconcilia con nuestra entraña débil y pecadora pues resulta que es posible fallar y no perderse. No en vano Dios es misericordioso y perdona. No hay que ser un santo para llegar al paraíso. La salvación es siempre posible, aún para el más pecador, en su momento de agonía. Un arrepentimiento sincero nos acerca a Dios, nos aleja del infierno. Estas concepciones surgieron en el siglo XIII, a manera de paliar el horror que estas creencias generaban. No obstante, la idea del purgatorio relajo la moral y dio a la Iglesia, que se reservaba el derecho de influir sobre el tiempo del pecador en el purgatorio, un enorme poder que produjo, a través de la venta de indulgencias para los transgresores, una enorme riqueza. Una situación donde se mezclaron la creatividad con el goce destructivo de la intriga y la corrupción. Sea como fuere, el protestantismo fue una reacción integrista contra este relajamiento de los mandatos . No debe sorprender, entonces, que Lutero y Calvino suprimieran el purgatorio, entendiéndolo como una falacia destinada a echar a perder la virtud de Cristo. La reforma exigió integridad y consecuencia pero tampoco es que viniera a aterrar las conciencias pues imaginó un Dios más cercano al hombre, que no sólo vigila sino también acompaña.

III

¿Cuáles son las consecuencias de interiorizar un mandato tan categórico como el que se revela en el sueño del niño? Si se toma en serio, la consecuencia es obedecer fielmente. Así se podrá evitar la culpa que es ya como un deslizarse en el infierno. Por lo pronto, la mala conciencia, pensar lo peor de sí, la visión de un destino de sufrimiento, horroroso y eterno.

Se trata de un mandato autoritario que, de instalarse con firmeza , produce una subjetividad atormentada, perseguida, que busca su redención en la entrega obediente.

Se podría hablar de una interpelación ideológica que, azuza el miedo y debilita la razón. Se genera así una mentalidad compulsiva. El sacrificio y la negación de sí se convierten en actitudes reflejas, en una espontaneidad programada para la obediencia.

¿Cuáles son las consecuencias sociales y políticas de la prevalencia de esta concepción de la vida? El resultado es el predominio del autoritarismo y la intolerancia que generan una esperanza escatológica. El autoritarismo supone que hay una realidad deseable que debe ser (re)establecida en base al acatamiento de leyes que representan lo bueno, lo lógico y lo normal. Esas leyes son mejor conocidas por algunos individuos que pasan a ser los jefes naturales de la colectividad. Y los que se apartan del camino correcto son gentes malas y peligrosas. Están condenados, no merecen existir, serán castigados. Entonces, la única actitud válida es la obediencia rigurosa pues solo ella abre un camino de salvación, los fieles no tienen porque dudar.

Esa salvación tiene también una dimensión colectiva. Es el apocalipsis, el juicio final. Es el acontecimiento definitivo que en cualquier momento puede llegar. Allí la gente recibirá lo que merece. No es casual que en el sueño se hable de un ángel con su trompeta.

Aún cuando tenga un origen religioso, este dispositivo autoritario puede secularizarse. Entonces los nombres cambian pero el drama sigue siendo el mismo. La revolución y el heroísmo personal pueden ocupar el lugar de Dios y del bien. Y el lugar del diablo y del mal pasa a ser ocupado por la reacción y la cobardía o debilidad. La lucha entre el bien y el mal es el combate intramundano entre las clases sociales. Entre las que portan el futuro y la esperanza y las que representan el pasado y la corrupción.

La tendencia a negar los matices, a generar dicotomías- bueno/malo, amigo/enemigo, orden/desorden, salvación/perdición- resulta de una mentalidad que, dominada por el miedo y la desconfianza, busca obedecer y destruir todo lo amenazante para encontrar cierto sosiego. Esta mentalidad tiene sus goces o recompensas. Su poseedor se piensa como alguien que lucha por salvarse y que está comprometido en el combate al mal que siempre asecha. La victoria sobre lo otro del bien es un triunfo, una alegría. Pero esta situación dista de ser definitiva. El mal vuelve.

IV

Una concepción tan atemorizante de la vida fue precisamente el fundamento de la dominación colonial. La evangelización fue la conquista del imaginario indígena, su rearticulación para producir una obediencia ciega, habitual, mecánica. Las operaciones sobre la subjetividad indígena fueron sembrar la culpabilidad y el consiguiente deseo de redención. El indígena fue construido como un ser humano débil, tendiente al peor de los pecados: (re)caer en la idolatría. Para evitar el mal camino tendría que identificarse con el Cristo que se entrega al mandato de su padre, sufrir para salvar(se).

¿Cuál es el trasfondo mítico sobre el que se articula esta concepción del mundo y de la vida? Las narraciones de Huarochirí presentan el combate entre dos huacas, cada una adorada por un pueblo. Los sucesos se cuentan desde la perspectiva de los triunfadores. Huallallo Carhuincho es el fuego que es la fuerza del pueblo yunga. Esta huaca está sedienta de sangre y quiere sacrificios. Exige que cada pareja le sacrifique su primer vástago. Pariacaca es el agua, en sus diferentes formas, y es la huaca de los checas. Es una huaca mejor dispuesta con los seres humanos. Su triunfo es mejor para todos.

En el combate Pariacaca vence. Entonces, el fuego, impotente, huye hacia tierras desconocidas. Uno de los hermanos de Pariacaca se queda vigilando el camino, encargado de avisar si regresa Huallallo Carhuincho. El agua, que es el símbolo de lo propio, de quien cuenta la historia, triunfa sobre el fuego, que es una alteridad concebida como voraz y destructiva. Es difícil precisar en qué medida este relato está influido por el cristianismo. Es probable pues aquí también existe la contraposición entre dos fuerzas. No obstante, a diferencia del relato cristiano, en el nativo cada fuerza está asociada a un pueblo y a una forma de vida. Entonces, lo que está en juego es el triunfo de un pueblo sobre otro y no la lucha interminable entre el bien y el mal en el alma de cada individuo. Además, la narración justifica el triunfo de Pariacaca como la victoria de un orden más amable con la criatura humana. Desde la refundación social producida por Pariacaca los hombres no tendrían que sacrificar lo más querido de sí mismos. Entonces este relato no invita al miedo sino que por el contrario llama a compartir la satisfacción de la victoria de lo mejor. Pero lo peor está al asecho, puede regresar. Hay que tener cuidado.

V

El cristianismo colonial acentúa los rasgos imperativos y castigadores del Dios cristiano. Y es la huella de esas concepciones lo que encontramos en el sueño del niño de Huamanga.


Escrito por

Gonzalo Portocarrero

Profesor de la PUCP. Ha publicado recientemente el libro "Profetas del odio. Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso".


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