La enseñanza del buen morir
El crucifijo representó, para mí, desde siempre, un símbolo opaco y atemorizante, pero también familiar y protector. En el mundo de mi infancia, los crucifijos estaban por todas partes; en mi casa, en las aulas de mi colegio, en la iglesia, en los hogares de mis parientes y amigos. Y, también, por supuesto, en las cadenas alrededor de los cuellos de muchas personas mayores. En realidad, trataba de no verlos. Creo que no era el único. Los crucifijos estaban allí pero nadie se fijaba demasiado en ellos. Quizá esta situación no es tan difícil de explicar. Si todo el día se nos hablaba de la pasión de Cristo, de los infinitos sufrimientos que padeció para redimirnos, entonces, éramos malos y estábamos en deuda con Cristo. Su dolor nos estaba salvando de nuestras faltas. Resulta que éramos culpables de algo que no terminábamos de saber y que le debíamos a Jesús la posibilidad de redimirnos. Éramos conminados a aceptar esta situación como algo constitutivo de nuestro ser en el mundo. Pero esta descripción de las cosas distaba de parecerme evidente. En cualquier forma, junto a estos sentimientos confusos, el crucifijo era también una protección, el símbolo de un espacio donde nada malo podía ocurrir. Su presencia era como un detente contra lo maléfico y lo desconocido, como en esas películas de vampiros donde Drácula retrocedía en pánico ante la imagen de Cristo crucificado. Entonces es como si la presencia del Cristo Crucificado nos protegiera de males desconocidos pero a costa de exigirnos sacrificios cuya razón de ser no era compresible. Ese era el pacto y había que aceptarlo.
Pero la verdad es que, al menos yo, no veía tanta culpa, ni tampoco tanta necesidad de sufrimiento. El crucifijo venía a simbolizar, entonces, algo inquietante y perturbador. Para mí, la distancia entre lo que escuchaba y lo que no terminaba de asumir como mío. Es decir, se instaló en mí una suerte de perplejidad que no podía confesar pero tampoco superar. En realidad, el sufrimiento de Jesús me parecía incomprensible pues, de quererlo, lo hubiera podido evitar. Finalmente, la exigencia de obedecer y amar a Dios, so pena de ser un malagradecido e irse, directo, al infierno, me parecía una amenaza totalmente contradictoria con el supuesto amor que Dios nos guardaba. Todas estas dudas me las callaba. Pero no las dejaba de sentir, por más que mi encuadramiento católico tratase de intimidar mi inteligencia. Quería ser bueno, si; pero no por miedo a ese Dios que persigue y castiga, aunque también sufre y salva.
Admiraba a Cristo y su capacidad de sacrificio, motivada por la bondad, pero no entendía lo demás. Sea como fuere, el hecho es que me fui alejando de la práctica religiosa. Aunque siempre simpatizara con Jesús. De todas maneras, tenía miedo pues pensaba que la fascinación por Cristo podía llevarme a una reconciliación con el sufrimiento, a una exaltación del sacrificio como algo valioso por sí mismo. En realidad, no lo sabía, pero esa actitud ya estaba muy dentro de mí. Y he tenido que luchar mucho contra ella.
II
Muchos años después, la lectura de los textos de Slavoj Zizek me abrió una perspectiva radicalmente distinta sobre la figura de Cristo. Zizek se detiene en la frase “¿Padre, por qué me has abandonado?” La considera como reveladora de que el Cristianismo es, en verdad, una “religión atea”, pues resulta que el propio Dios, a través de una de sus figuras, Cristo, pone en duda, por algún momento al menos, todo el plan de la redención.
Sea como fuere, estas ideas fueron un estímulo para repensar la significación de Cristo. Ya no desde una perspectiva teológica sino, estrictamente, humana. Y así mi simpatía por Cristo no ha hecho sino aumentar. No sé si será Dios pero merecería serlo. En todo caso siento que el relato de su muerte es cómo una fórmula para vivir mejor la vida. Ese sería su legado.
En la cruz, Cristo vivió un sufrimiento espantoso. Y en algún momento se desespera. Pero, finalmente, atraviesa el dolor y llega a la serenidad. A saberse solo "un grano de arena", un hombre como cualquiera, que es, sin embargo, al mismo tiempo, un modelo, la institución de un nuevo tipo de humanidad. Y ese es el consuelo, el saber que su sacrifico si tiene sentido, la certidumbre que le permite vencer el absurdo y el dolor, y esperar tranquilamente su muerte, sabiendo que ya había cumplido su tarea.
En algún momento Cristo sintió que su dolor era excesivo y que no tenía significado. El absurdo se lo estaba comiendo. En ese instante crítico pierde la fe en su misión. Pero en ese momento de desesperación siente que no hay futuro de manera que su sacrificio le parece en vano. En esos instantes, Cristo pudo haber dado un salto hacia la locura. Pudo haber gritado con toda la fuerza de sus pulmones. Maldecir lo que vivía, odiar a los causantes de sus padecimientos. Pero no, Cristo se contiene. Tiene el coraje de no ceder a la locura. Su misión es enfrentar la muerte sin perder su humanidad. Vencer el sufrimiento, llegar a la serenidad de quien sabe que va a morir y que lo hace por una buena causa.
Cristo fue víctima de una injusticia pero no se rebeló contra la sanción que le fue impuesta. No maldijo a Pilatos ni al pueblo que prefirió soltar a Barrabás antes que liberarlo e él. Si no se dejo llevar por el odio es porque comprendía demasiado. El pueblo quería un hombre poderoso que lo sacara de la miseria de manera que estaban molestos con él porque no respondía a estas expectativas. Y Pilatos no podía contraponerse a la voluntad de las mayorías. El odio no tenía sentido. Cristo había llegado a Jerusalén con la ilusión de convertir a la gente a su religión de amor y perdón. Pero ese mensaje solo podía llegar a los pocos. Ahora, ya condenado, le quedaba por ofrecer la enseñanza de un buen morir, la aceptación serena de los límites de lo humano aún cuando esta aceptación resulte de una lucha titánica contra el dolor y el absurdo. El sufrimiento y el sin sentido lo exponen a la tentación de renunciar a su magisterio. Pero logra vencerlos y así expandir el dominio de lo humano. Por qué se impone Cristo estas tareas: ¿voluntad de sacrificio?, ¿derroche de autocontrol? Lo primero equivaldría a masoquismo y lo segundo a jactancia. Quizá, más simplemente, hizo lo que pensó que tenía que hacer. Fundar un nuevo tipo de humanidad. Y el salto a la locura no es una actitud admirable, un buen ejemplo. Y él quería abrir una nueva manera de ser. Esa tarea era su consuelo. Su esperanza. Y pasó la prueba pues no se abandonó a la desesperación. Logró la serenidad, y vencido el horror, la tentación de la locura, esperó morir, con mucho dolor pero ya con serenidad.
El drama de Cristo es ignorado en los crucifijos convencionales. Allí Cristo aparece inerte, muerto. Pero no es el caso de los grandes artistas que lo captan en los diversos avatares de su ánimo cuando estaba en la cruz. Miguel Ángel lo retrata, plenamente vivo, en una duda lacerante. La locura lo merodea. Y Goya, mientras tanto, lo captura, ya exangüe, en un gesto de bondad y entrega pero también de perplejidad. Una esperanza casi desesperada. No hay abandono, ni confianza plena en estos rostros. (No he podido colgar el cristo de Miguel Ángel, por un problema técnico)
En el Cristo Crucificado de Rubens están presentes, el sufrimiento y la imploración. Y en la imploración hay, lógicamente, incertidumbre y también deseo de encontrarse con una buena voluntad. Un deseo que no está garantizado. Es un Cristo débil, vulnerable. Las sombras que dominan el trasfondo nos hacen saber que está ya muy cerca de la muerte. Pero está también la contención y la lucidez, la resistencia heroica a la locura.
El caso de El Greco es distinto. Su Cristo está plenamente vivo, pero se encuentra en una suerte de arrebato místico, trascendiendo el dolor. Está, digamos, más allá de sí mismo. El sufrimiento lo tiene sin cuidado. Está como demasiado seguro del triunfo de su misión como para que el dolor o la duda lo desesperen.
Mientras tanto Grunewald retrata a Cristo profundamente abismado en su dolor, en un momento donde la desesperación tiene que haberlo poseído porque toda su fuerza vital está comprometida en contener el horrible sufrimiento que agarrota a cada fragmento de su cuerpo.
Finalmente Velásquez se concentra en la parte final del drama. Cristo ha fallecido pues ya tiene la herida que le hicieran para comprobar su deceso. No obstante, su rostro está descongestionado, libre de sufrimiento, y es que ya ha nos ha enseñado cómo debemos morir, cómo perderle el miedo a la muerte.
Anticipar que sabremos morir de una manera digna, pese a lo que tendremos que pasar, es una perspectiva consoladora que nos hace perder un poco el miedo a la muerte pero sobre todo a la vida misma.
Algo parecido fue el drama de Sócrates. Lo condenaron a muerte pero al dilatar la ejecución de la sentencia le dieron la oportunidad de escapar. Pero no huyó. Tenía que ser consecuente con sus enseñanzas. Si lo había condenado por corromper las leyes y huía, entonces, por más que fuera inocente, sus acusadores ganaban. Su muerte era su victoria. Se trataba de darles una lección de dignidad a quienes lo habían condenado. Demostrarles que estaban equivocados. El no corrompía las leyes de la polis. Al contrario las fundamentaba en una razón libre de miedos, que tampoco necesitaba de la costumbre.