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El rostro del fantasma

Publicado: 2010-11-29

Tanto había caído su vitalidad que las posibilidades de recuperarse le iban pareciendo cada vez más remotas. Pensó que esa sería su nueva condición natural y que allí tendría que rehacer su morada. Desde la oscuridad que lo rodeaba la vida le parecía insignificante. Los sueños que lo acompañaron, las ilusiones que habían prestado sentido a su afán, se habían esfumado. Sentía una pesadez en la cabeza y una presión le oprimía la boca del estómago. Su respiración era difícil, desacompasada. Como si vivir fuera ya un esfuerzo extenuante. Pero tampoco es que anhelara morir

En las últimos meses el fantasma aniquilador que vivía dentro suyo le había ganado todas las batallas. Luchó con denuedo pero solo logró una sucesión de derrotas. Ahora trataba de convencerse de que ya había tocado fondo, que peor no podía estar, pero que aún así, se podía seguir viviendo. Pero ese consuelo era escaso e incierto. Con frecuencia sentía a la muerte llamándolo al descanso prometido. Entonces el horror a la muerte competía en su ánimo con la seducción de su atractivo.

El fantasma aniquilador lo aguijoneaba para que hiciera grandes cosas. Condenaba absolutamente la tranquilidad. Y él, él desplegaba toda su violencia contra sí mismo, feroz y decidido, en la mortal apuesta de lograr las hazañas exigidas. Pero, el fantasma, al ver los resultados, invariablemente exclamaba ¡qué ínfimo! ¡Esto no sirve para nada! Y repetía: inténtalo otra vez. Y le hacía un guiño como diciéndole, aprovecha que durante el ardor del esfuerzo podrás distraerte del absurdo que eres. Pero, desde hacía poco, por más briosos que fueran sus empeños, la expectativa de la decepción lo tomaba todo. Entonces ese renacimiento de la esperanza, que acompañaba su furiosa entrega a la acción, se había debilitado. Era hora de probar otras armas contra esa presencia destructiva. Presencia que identificaba con el nombre de fantasma aniquilador. En realidad, sentia como un triunfo haber bautizado esa presencia con un nombre tan preciso pues del fantasma aniquilador sentía lo inapelable de su crueldad aunque no pudiera verle el rostro. Era algo misterioso. Demandante y arrollador pero invisible. Tenía miedo, como si hubiera nacido en el banquillo de los acusados y ya se le hubieran acabado los argumentos para defenderse.

Entonces se le ocurrió acercarse a la gente, abrirse; empezó a decir lo que se cruzaba por su cabeza; en vez de escuchar y quedarse callado, como siempre lo había hecho. Era un atrevimiento pero era también la desesperación por salir de sí y vivir más el momento. Quería llegar a la alegría. Comenzó a interrumpir los monólogos ajenos, a desviar el curso de las conversaciones. Pero se dio cuenta que nadie lo escuchaba. Quizá su voz fuera muy liviana; de repente no estaría tan cargada de imperio y de presencia. En cualquier forma, sus cosas no importaban mucho. De repente lo que decía no era muy interesante. Pero tampoco lo que escuchaba le parecía llamativo. Se persuadió de que mucha gente, acaso la mayoría, quiere hablar, y ser oída, sin reparar demasiado en el interés de aquello que dice. Entonces, él, que había sido un escucha paciente y concentrado, venía a comprender que todos gustan de ser oídos. Y que nada es más apreciable que un interlocutor atento. Él dejaba la iniciativa al otro. No sabía si por educación, miedo, costumbre o elección. El hecho es que terminó por no escuchar a nadie, aunque, era evidente, que tampoco nadie lo escuchaba.

Esa era la última batalla que había librado. Ahora, que la muerte lo acariciaba, estaba en la duda sobre la conveniencia de seguir viviendo. Había perdido el interés por hablar y hasta la buena educación de escuchar atentamente.

Entonces, sin saber porque, en medio del cansancio y el abatimiento, comió y tomó, vorazmente, como quien no tiene futuro. Estaba almorzando con su familia, todos se habían declarado satisfechos y relajadamente conversaban, pero él continuaba comiendo, repitiendo los platos y las copas de vino. Pronto no pudo más. Después de un rato comenzó a sentir un sopor incontrolable. Se durmió sin sentir el deber de hacer algo con sentido. Su tristeza, y las copas que había tomado, pusieron somnoliente al fantasma aniquilador.

Soñó con su finado padre. Estaba triste, sentado en un sofá, junto a otros dos ancianos. Se hallaba en un velorio que lucía interminable. Era como una escena escapada del tiempo y el espacio. Se acercó, cautamente, a su padre; se sorprendió de verlo tan débil y anciano. Tuvo la confianza de preguntarle por el nombre del difunto. Y su padre le respondió, suspirando, con pesar, como si se tratara de alguien muy cercano y familiar: es Camilo Merino, un hombre buenísimo. Entonces él se acercó al ataúd. Allí yacía alguien joven y atractivo; su belleza asexuada lo hirió. Le hubiera gustado ser así, como Camilo Merino. Se retiró conteniendo su sorpresa, el nombre de Camilo Merino lo inquietaba aunque, de inmediato, no le dijera nada. Pero, sin saber cómo se le ocurrió que Camilo Merino era el nombre del fantasma que lo asediaba. Su perseguidor tenía un rostro bello y habitaba en sus sueños, en un limbo entre la realidad y la fantasía.

En la mañana se despertó asustado, como quien consigue salir a flote después de estar casi ahogado. Estaba sensible y excitado. De repente, su mujer lo acarició. Ahora toda la potencia de su cuerpo convergía en su sexo. Se entregó sin vacilar a un amor furioso. Se sentía deseado y no miraba sino hacia adelante. Y se fue. Quedó agotado. Luego descansó en un vacío sin fantasmas.

Más tarde fue a averiguar en el Google los significados de las palabras Camilo y Merino. Entonces se enteró que hay diversas historias sobre el nombre Camilo. Algunos lo derivan del hebreo “Kadmel” que significa “mensajero de dios”. Otros lo relacionan con “camillus” el nombre latino que recibían los niños que ayudaban en las labores sacrificiales de los sacerdotes. De otro lado, San Camilo ganó la santidad por su cuidado y devoción por los enfermos. En el santoral, su día es el 14 de julio, la fecha en que sus padres se casaron. Respecto a “merino”, es el nombre de una raza de ovejas y carneros, nativos de España, muy apreciados por su lana. También constató que el cordero es el carnero pequeño y que simboliza la inocencia y la mansedumbre por lo que es la ofrenda sacrificial por antonomasia. El cordero es seguro habitante de muchas pinturas de tema sagrado. Finalmente Merino es el nombre de una agencia funeraria muy conocida. Con su papá se habían usado sus servicios. Entonces, concluyó que, por donde se viera, el nombre "Camilo Merino" está asociado al vínculo entre los hombres y los dioses. Un vínculo donde el hombre rinde pleitesía y solicita seguridades. Y los dioses piden sacrificios.

Pero, pensaba, ¿por qué el fantasma aniquilador tendría que ser tan bello y llamarse así, Camilo Merino? ¿Y qué clase de vida llevaba dentro suyo? ¿Y por qué la complicidad con su padre? Como mejor respuesta se le ocurrió que Camilo Merino es el mensajero, bello y seductor, de un Dios cruel, que goza con el sufrimiento de la gente. Un dios mezquino que por mucha gracia concede solo ilusiones temporales, que se desinflan, decepciones seguras. Pero, qué raro se dijo, el fantasma parecerá muerto pero yo sigo obedeciendo sus órdenes, como si mi vida no pudiera existir fuera de ellas. Hace poco, con la comida y el vino, había escapado de esa jaula. Y en su sueño vio al fantasma. Nunca habría imaginado que tuviera un rostro bello e implorante, tan seductor. Invocaba a su heroísmo moral, a sus ganas de ser cordero e inmolarse por una buena causa. En todo caso su propio cuerpo, y el sexo, lo habían sustraído de su influencia.

Se preguntó: ¿seguiría vivo si no pensara tanto o es más bien pensar lo que me está matando? No pudo responderse pero recordó que hace poco su cuerpo estuvo erizado por el deseo.


Escrito por

Gonzalo Portocarrero

Profesor de la PUCP. Ha publicado recientemente el libro "Profetas del odio. Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso".


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