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¿en la cuerda floja? Escribe

Publicado: 2010-12-05

El dolor de vivir me asecha y, a veces, me toma del todo. Entonces, débil, agonizante, me aferro a la escritura. Trato de desarrollar un diálogo conmigo mismo que me lleve a alternar el dolor con el contento de lograr un triunfo: detener al monstruo de la tristeza que quiere engullirme. Es una pequeña hazaña que no es fácil, pero tampoco imposible.

Cuando empiezo a escribir, no se adonde iré a parar. A menudo, ni siquiera tengo claro mi punto de partida. Solo hay algo oscuro que me oprime y que quiero conocer usando las palabras como anzuelos, como lo sugiere Clarice Lispector. Después de muchos intentos, alguna palabra funciona, entonces algo muerde y aparece una dirección, un inicio. Pero, a veces, el caos puede más y no se abre un camino. Las palabras y las frases no me llevan a ningún sitio. Entonces estoy perdido en un laberinto. Y la rabia de no acertar se va enfriando en impotencia y resignación. Esa rabia impotente me dice: no puedes; lo que haces es pretencioso y sin sentido. Termina de caerte, húndete, no pienses. Pero no me rindo tan fácil. Otra voz me dice el coraje es proseguir, desanudar el enredo, volver al punto donde se me perdió el sentido. Y para regresar debo rechazar la furia de la frustración y el consuelo de darme por inepto. Debo lanzarme a la batalla el número de veces que haga falta para llegar a que lo escrito exprese lo pre-sentido. Solo levantándome y volviendo a andar aparecerá el camino. No hay otra, tengo que seguir en la lucha, lograr la expresión que objetive lo que me sucede, que sea el conjuro que enderece mi vitalidad. Creo que allí está mi victoria, mi goce de la escritura, pues cuando nombro lo que pasa, y retrocede lo nebuloso, entonces me siento contento y hasta orgulloso. Más ligero sin duda. He cortado alguno de los amarres que entorpecen mi vida. Nada definitivo, desde luego, solo un episodio. La operación tendrá que repetirse. Seguro dentro de poco. Pero de pronto adviene una sensación de poder y posibilidad.

Para mí escribir es una lucha contra la ansiedad, un contener la prisa, pues solo así, en la tensa espera, en el no darme por satisfecho, en la continuidad dolorosa del esfuerzo, puedo seguir el rastro de lo que persigo, de lo que está escondido y se insinúa, solo, levemente. A veces escribo una frase bonita que parece ser precisa, exacta. Pero, bien oída, me doy cuenta que es solo el eco de un manido estereotipo. Su lugar, aunque duela, es la basura. Entonces, elimino lo que no me termina de convencer, y, en ese claro ganado por la duda a mis prejuicios, espero lo intempestivo. Esa sorpresa que solo puede advenir después de muchos fracasos.

Si no quiero que las palabras me manejen, no me queda otra opción que intentar manejarlas. Pero no es nada fácil porque ellas acuden a mí, en tropel, imponiendo sus vínculos, las afinidades que se sueldan en siglos de historia, que hacen que apenas escuchemos una palabra evoquemos otra. Entonces sin realmente querer recaigo en el estereotipo, preso de cadenas discursivas que me anteceden, y son parte mía, pero que, bien vistas las cosas, puedo tratar de deshacer y recrear. A menudo me quedó atrapado en fórmulas que no son mías.

Desde niño me han acompañado la duda y el miedo. Quizá, así lo sospecho, un poco más que a los otros. En todo caso mis experiencias tempranas me remiten a la situación de estar solo, desconcertado, sin saber qué pensar. Pero aún así, desprendido del sentido común, y reducido al silencio, me afanaba por tratar de determinar lo justo. Mientras tanto metía mis sentimientos en una bolsa, esas que tienen alma de metal, y la cerraba con cuidado. De repente de esas mismas experiencias de desconcierto y frialdad, nace mi necesidad de escribir, mi gusto por hacerlo. Solo escribiendo consigo saber lo que pienso y debo pensar, lo que siento y debo sentir.

Además tengo que cuidar el ritmo. De otra manera no llego a escribir lo que quiero, o lo que escribo no se entiende. Para que el sentido fluya sin tropiezos tengo que revisar, una y otra vez, el orden de las palabras, debo mantener un ritmo. Lo que está primero anuncia lo que viene después. Entonces ubicar lo primero al inicio permite que se entienda mejor lo que intento decir. Una palabra después de otra, y se forman oraciones. Y de la sucesión de oraciones nacen enunciados más complejos. Las palabras se encadenan para formar un conjunto pese a que cada una viva en su propio instante. Los nexos que se establecen entre las palabras crean una simultaneidad, una significación hecha de sonidos entretejidos en el tiempo. La escritura tiene una dimensión musical que es clave. Y lograr conducirla es inspiración, pero, sobre todo, paciencia infinita.

Corregir un texto, cuarenta, cincuenta veces seguidas. Dejarlo reposar, volver a leerlo y darse cuenta que ahora, desde un poco más lejos, ya no se oye tan bien. Entonces rehacerlo sin contemplaciones. En este ejercicio hay algo que martirio, de lucha rabiosa y empecinada contra mí mismo. Me consta que muchos logran una expresión fluida y densa sin tanto esfuerzo. Eso me hace pensar que lo mío es el empeño. Y no el talento. La verdad es que soy plebeyo. A mi alcance está solo la terquedad que también tiene sus goces y sus frutos. La oscuridad puede ceder a la insistencia. La tristeza al fervor por la vida. Ese es mi camino.


Escrito por

Gonzalo Portocarrero

Profesor de la PUCP. Ha publicado recientemente el libro "Profetas del odio. Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso".


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