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Lidiando con la tristeza

Publicado: 2010-12-31

En una realidad que se nos pinta cómo abierta, y con infinitas posibilidades, la felicidad se nos aparece como lo natural. Se nos enseña que solo requerimos arrojarnos al ruedo de la vida para dominar nuestras circunstancias. El mundo es pródigo y alberga un destino de esplendor para quien está dispuesto a dar la lucha. Entonces, prosigue este discurso, se trata de vivir concentrando toda la vida en el esfuerzo. Eso significa que debo rechazar el acoso de las preguntas sin respuesta, seguir para adelante, invencible. La tristeza es solo falta de coraje. Y nadie está para escuchar las aburridas quejas de los cobardes. Si no tienes valor, eres indeseable, invisible. Mejor te mueres. Te mereces la tristeza y cosas aún peores. Entonces, ya estoy mentalizado, todo está decidido. Ya lo se: el coraje me permite ir venciendo el desánimo. Para llegar a mi destino tengo que echarme a andar e ir haciendo mi camino. Ese camino no me será fácil pues me exige triunfar en el combate contra la realidad y contra mí mismo. Eso es lo que he aprendido.

Pero eso que me han enseñado, y yo he aprendido, es la vieja lógica del sacrificio; de esa voz que dentro de ti, te dice: “estás triste porque estás en falta, porque no has cumplido con tu compromiso, con tu Dios. Entonces, arremete contra ti, golpéate, sufre. Tu corazón de hinchará de orgullo con el sabor de tu sangre; entonces, sentirás que estás cumpliendo, que eres valioso, que mereces ese contento que, con tanta razón, te has estado negando a ti mismo”.

El tema es muy antiguo: la vida es una guerra y sin luchas no hay victorias. Es decir, la satisfacción solo se logra venciendo a las dificultades, de manera que si nos las hubiera, habría que fabricarlas. La vida es ponerse desafíos y conseguir superarlos. Una movilización permanente. Mayor será la celebración cuanto más arduo sea el esfuerzo.

Esta es la sabiduría convencional. Esa mezcla de ascesis cristiana con liberalismo ilustrado que es el sustrato del mito de la salvación personal y del progreso colectivo. Este relato modela a los individuos como sujetos a una promesa de éxito alcanzable mediante la disciplina y la productividad. En el fondo se trata de un rechazo hórrido a la finitud inherente a la criatura humana. Una huída de los límites, una manía.

Pero las debilidades de esta posición son evidentes. Si la vida es así -una presión constante por arrancarme el esfuerzo máximo para lograr la supuesta redención - entonces la paz; incluso, la fiesta y la alegría, aparecen como distracciones sin sentido, como solicitaciones del abismo, preludios a la caída y la tristeza. Además el ofrecimiento de una felicidad perdurable, ¿no será el señuelo que alimenta la obsesión de más?

Dentro de este orden: ¿cómo legitimar el descanso? Sin duda como forma de generar las nuevas fuerzas que permitan enfrentar las siguientes batallas. Sí, claro, es evidente. Pero el problema no está resuelto pues ¿cómo saber cuándo el descanso es suficiente? Una voz exhausta me dice que no quiero levantarme. Pero otra voz me empuja y me dice que todo lo hecho es muy poco. Es decir, mi cuerpo está cansado pero mi mente me sigue pidiendo luchas y victorias. Desde el rechazo manioco y obsesivo del límite, la paz es el insidioso llamado del fracaso.

Esta modelación del mundo interior es típica de la modernidad. La criatura humana es aguijoneada a convertirse en la víctima sacrificial del oscuro Dios del progreso. La tristeza aparece como una caída de la que puedo levantarme con resolución y firmeza. A más tristeza, más activismo y postergación de sí.

Este credo tiene una versión menos radical. Es la propuesta de mantener una autoestima sólida, con la que seamos capaces de sortear los misteriosos altibajos del ánimo. Se trata de controlar los efectos devastadores de la lógica sacrificial, de reconciliarnos con nuestra finitud. No llegaremos a las estrellas pero en el camino nos veremos –amablemente- como héroes esforzados. De otra manera la obsesión voraz me terminará engullendo.

II

Eso fue lo que aprendí. Y solo con la madurez me he venido a percatar de que la tristeza se presenta de otras maneras. Menos dependiente de nuestros esfuerzos, éxitos y fracasos. Más anclada en el cuerpo.

Estoy vacío, todo me da miedo. He desaparecido, estoy muerto, soy un fantasma. Quiero terminar de morir. La idea de redimirme de alguna culpa mediante una acción sacrificial me ronda por la cabeza pero ahora no tengo ánimo para nada. La poca vitalidad que me queda la encauso a reprocharme por no haber hecho lo suficiente. No hay salida, así había sido la vida.

Pero ahora he comprendido que este viejo repertorio de explicaciones no es acertado. Es el intento, otra vez, de salir de la tristeza mediante la autocrítica despiadada y el esfuerzo sin medida.

Descubrir este otro rostro, incontrolable, de la tristeza me ha llevado muchos años. Antes, volvía siempre a la culpa como diagnóstico y a la acción como remedio.

Pero, lentamente, me voy dando cuenta de que no hay una causa inmediata de esta tristeza física, pesada, profunda, que se apodera de mí. Temía que viniera pero no estaba seguro. Y ahora, que ya está instalada dentro de mí, no deja de sorprenderme la enormidad de su presencia.

Entonces ¿qué hacer? ¿Correr hacia el sacrificio? No, ahora creo que es mejor no huir de su influjo. Trato de dejar atrás las explicaciones que no hacen más que potenciarla. Me propongo dejarla ser sin perder perspectiva. Ya pasará, la vida no es solo así, puedo tolerar su oscuridad porque sé que es pasajera. Entonces, me repito: no pienses, ni te reproches, ni te afanes, solo descansa. El tiempo se la llevará. Otra vez, misteriosamente, aparecerá tu vitalidad.


Escrito por

Gonzalo Portocarrero

Profesor de la PUCP. Ha publicado recientemente el libro "Profetas del odio. Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso".


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