#ElPerúQueQueremos

La soledad de José María Arguedas

Publicado: 2011-01-23

Para valorar una vida y una obra tenemos que colocarlos en el horizonte de la época donde toman forma. En principio, entonces, podemos diferenciar a las obras que permanecen dentro del sentido común vigente, de aquellas otras obras que son capaces de nombrar lo oscuramente presentido, que traen a la palabra y a la conciencia lo no dicho y que, por tanto, resultan innovadoras. Pero el contraste no debe ser absolutizado pues divulgación y creación se mezclan, aunque en diferentes proporciones. Por ello resulta útil imaginar una gama de posibilidades que tiene, en un extremo, al divulgador que recicla los estereotipos del momento. Su obra puede ser entretenida y llegar al gran público. Pero, en el otro extremo de la gama, tenemos al creador, a la persona capaz de relativizar las representaciones hegemónicas. Lo que significa no solo anunciar el futuro sino también forjarlo. Toda la realidad viene de lo posible y es creativo el autor capaz de sumergirse en el mundo inconsciente de la posibilidad para emerger de allí con imágenes que son contra intuitivas, y hasta chocantes, pero que, finalmente, resultan visionarias, que seducen a la imaginación y, por tanto, persuaden, convocan y comprometen. El creador tiene que luchar contra el sentido común que está enquistado en su propia subjetividad. Igualmente debe oponerse a las mayorías que suelen demandar convencionalismos. Hacer valer la propia experiencia, impedir quesea secuestrada por las ideologías es todo un atrevimiento que suele pagarse con la inseguridad, la soledad y la incomprensión. En todo caso, la consecuencia de la obra creativa no es solo el entretenimiento sino la redefinición de la realidad, empezando por los cambios en los que reciben de lleno los impactos de las nuevas invenciones. El creador genera su propio público.

En este sentido el fundamento de la radicalidad del arte es, como dice Heidegger, la poesía; un pensamiento sin palabras, o la intuición que identifica afinidades sorprendentes e iluminadoras. Como la que Arguedas establece entre el Cristo crucificado, el Señor de los Temblores de la Catedral del Cusco, y el pongo humillado que es, por así decirlo, el producto más depurado de la imposición colonial. Ambos tienen el rostro marcado por el espanto, los dos han hecho de la resignación esperanzada, en el más allá, su impostación fundamental frente a la vida. Se podrían citar muchas otras afloraciones poéticas en la obra de Arguedas. Pero lo cierto es que la apertura a la pulsión lírica, lo intempestivo que ella introduce en lo predecible del texto, es el fundamento de la originalidad de su obra. Esto ha sido señalado por Abelardo Oquendo y Alejandro Ortiz, por ejemplo.

Desde estos supuestos tenemos que preguntarnos ¿qué diferencia a Arguedas de su época? ¿En qué aspectos la trasciende? Pero responder estas preguntas supone haber caracterizado su época; es decir, los primeros 69 años del siglo XX. Para avanzar rápidamente creo que aquello que marca ese período es la lenta, lentísima, erosión de la servidumbre. Hablar de servidumbre es aludir al abuso y a la explotación; a la exclusión de la ciudadanía. Pero también es referirse a la resignación fatalista, a la aceptación de la injusticia. Y ello ocurre no solo en el campo y las haciendas sino en los diferentes rostros de la vida social. En las calles, en las fábricas, en las escuelas, en los hogares: por todos lados está presente el hecho colonial de la servidumbre. Mientras tanto, hablar de crítica de la servidumbre es nombrar el impulso que lleva a pensar y sentir que el maltrato debería estar proscrito, que el gamonalismo o feudalismo colonial es una herida abierta, que en el Perú no puede haber nación, sentimiento de confraternidad, hasta que esa herida cicatrice. Recién entonces, dicen los críticos de la servidumbre, se hará realidad el ideal de justicia implícito en lo que Basadre llamó la “promesa de la vida peruana”; que es una suerte de latencia fundadora, un compromiso que no se cumple pero que tampoco se olvida.

En la época de Arguedas coexisten el gamonalismo con lo que podríamos llamar el “indigenismo criollo” que representa justamente la crítica al abuso sistemático contra el indígena. En realidad el “indigenismo criollo” fue minando la legitimidad de la dominación étnica sobre el mundo andino. Para explorar la genealogía de esta sensibilidad tendríamos que remitirnos a la colonia, y hasta la propia invasión española; en concreto, a la obra de Bartolomé de las Casas. Pero en épocas más cercanas lo decisivo es la generación del 900. Los intelectuales del 900, más burgueses y citadinos, se separaron del mundo del latifundio feudal. Crearon un nuevo estereotipo o representación social del indígena. En efecto, antes de ellos primaba la idea de que el indio era un ser abyecto y miserable, degenerado. No obstante, esta imagen estaba asociada a un sentimiento de culpa pues se reconocía que la falta de futuro del indígena resultaba de la explotación colonial de la cual ellos, los criollos, eran herederos y beneficiarios. Entonces esta imagen del indio implicaba un desafío moral. Pero quiero detenerme en los cambios que la generación del 900 introduce en esta imagen decimonónica.

Veamos la obra de Ventura García Calderón. En su emblemático cuento La venganza del cóndor, nos narra la historia de un viaje que comparten un gamonal abusivo y un joven bachiller. A medida que avanzan en el camino, el gamonal va dejando tras de sí una estela de gente humillada. Se impone sin consulta, él es la ley, y los demás están hechos para servirlo. El joven bachiller se horroriza pero calla. Los indios aparecen como sumisos, poseídos de una fanática reverencia a los criollos. Hasta aquí tenemos una denuncia un tanto asordinada de la brutalidad de los patrones. No obstante, el cuento continúa. Cuando por un estrecho sendero suben una cuesta aparece un cóndor que se aproxima cada vez más al gamonal para finalmente, con un movimiento de su ala, despeñarlo al abismo. El bachiller que va más atrás comprende que el ave está respondiendo a una invocación de los humillados, que los indios tienen vínculos secretos y temibles con la naturaleza. Lo interesante de la narración es que se concede una agencia, una capacidad de actuar, al mundo indígena. Aunque esta capacidad sea reconocida en términos mistificados.

Las emociones que concurren en el “indigenismo criollo” son la simpatía por el indio, la culpa, por su afligida situación y, finalmente la crítica a lo despiadado del sistema gamonal. Cuando comienza a ganar prevalencia en el mundo urbano, el gamonalismo queda arrinconado. No obstante, el “indigenismo criollo” no llega a ser una ideología con la potencia necesaria como para acabar de una buena vez con la servidumbre. Ni siquiera en los propios hogares criollos demasiado permeados por el racismo que se denunciaba. Pero, de todas maneras, hay un desgaste pues a resultas de su impulso la educación comienza a generalizarse correspondiendo a la expectativa del mundo indígena que quiere acabar con la servidumbre. No obstante, el gamonalismo, a través de sus representantes políticos, el odriísmo en los años 50 y 60, logra bloquear parcialmente la lucha contra la dominación étnica.

Una de las expresiones más logradas del “indigenismo criollo” es el vals Indio de Alicia Maguiña:

La luz se hizo sombra

y nació el Indio,

La puna se hizo hombre

y nació el Indio,

prisionero en tu suelo

indio cautivo

sin luz en tu mirada

indio sombrío

Ayer montaña

hoy solo escombro

hierve mi entraña

cuando lo nombro

serás otra vez montaña

y habrá fulgor en tus ojos

tu risa oiré

y feliz serás

y feliz seré

Para ver una interpretación memorable, por muchas razones, ver el siguiente video grabado en 1964: http://www.musicaperu.org/peru/GeseWVnntiY/Alicia-Magui%C3%B1a-El-Indio-1964-En-Vivo-M%C3%BAsica-Criolla-Per%C3%BA-Alicia-Magui%C3%B1a.html

En el vals se condensan, con vigor y de manera convincente, los elementos más característicos del “indigenismo criollo”. Es decir, la imagen del indio triste, “sin luz en la mirada”; decaído, “solo escombro”, pero es una imagen que produce rabia, “hierve mi sangre cuando te nombro”, y sobre todo una promesa o expectativa de redención y de futuro compartido, “serás otra vez montaña y habrá fulgor en tus ojos”. “y feliz serás y feliz seré”

II

José María Arguedas se dio cuenta de inmediato de los límites del “indigenismo criollo” pues en su base estaba el negar la calidad de cultura a las creencias y costumbres de la sociedad andina. Además limitaba la condición ciudadana a los alfabetos en español; es decir, excluía a la mitad de la población. La capacidad creativa del hombre andino era invisibilizada ya que, desde lo criollo, lo único que valía era la cultura europea y norteamericana. En el mundo criollo no se había identificado la posibilidad de una modernidad más endógena, anclada en el pasado del país. El progreso era concebido como des-indigenización, como rechazo de la opresión gamonal pero también de todo el bagaje cultural que habían conservado los hombres andinos.

Arguedas subvierte este estereotipo que pretende redimir pero que también cosifica y devalúa. El tiene la experiencia vital que le permite iluminar la realidad oscurecida por los prejuicios, realidad que no es otra que la creatividad del hombre andino. El acriollamiento, piensa Arguedas, es una posibilidad pero dista de ser la única. La migración puede transitar por otros caminos, más reafirmativos de la tradición. Yendo a los coliseos, en contacto con los migrantes, Arguedas se da cuenta que la cultura se reproduce, especialmente, en el campo del arte, la música y la danza, la religión, las creencias, los ritos.

Entonces, como se recuerda tan a menudo, Arguedas se multiplica en un activismo que lo lleva de la escritura, a la promoción cultural, de la enseñanza en las aulas, a la investigación etnográfica en muy distintos mundos sociales. Y el norte que da coherencia a todos estos esfuerzos es la descolonización de la cultura, el superar el racismo y la vergüenza, el crear el entorno que permita la reafirmación de lo más potente y válido de la tradición andina. Y creo que nadie puede dudar del éxito de su esfuerzo. Testimonio vivo de la realidad de sus esperanzas es justamente la Lima de hoy. Una ciudad febril, abigarrada, vibrante. Un laboratorio de encuentros y desencuentros.

III

Pero antes que reconstruir la ruptura arguediana con el “indigenismo criollo”, tema por demás trabajado, me parece mucho más interesante analizar la relación entre su pensamiento y lo que puede llamarse el “mito revolucionario” que es la base doctrinaria de la nueva izquierda.

El “mito revolucionario” surge de la radicalización del “indigenismo criollo” debido a la influencia de las doctrinas socialistas. La nueva formación ideológica nos confronta con un horizonte donde domina la pobreza impotente. La idea es que el pueblo sufre y necesita de ayuda pues no puede por sí mismo. Esta insistencia en la pasividad del pueblo, el tiempo lo demostrará, es engañosa. En realidad esta idea oculta una actitud autoritaria y mesiánica, un deseo de protagonismo de sus creadores. Entonces los que hacen suyo el “mito revolucionario” se solidarizan de buena fe con los pobres, quieren ser héroes pero también quieren mandar y ser reconocidos como los salvadores. Hay pues en el ensamblaje de la sensibilidad de la nueva izquierda muchos sentimientos mezclados.

El “mito revolucionario” se construye sobre una percepción catastrófica del futuro. El sistema no tiene un lugar para los pobres que tampoco tienen capacidades suficientes como para agenciarse un futuro. Llevados por la desesperación de no poder cubrir sus necesidades inmediatas, les quedaría el cambio radical, el socialismo, como única posibilidad. La juventud sensible tendría que propagar esa imagen de un futuro sin porvenir, y los sectores populares la tendrían que hacer suya, tomando conciencia de la mezcla de explotación y exclusión a la que están sometidos. Entonces se dejarían conducir por la “gente que sabe”. De esta manera, con el “mito revolucionario” se abre un horizonte donde el único camino es el cambio violento. La base del mito es una imagen “miserabilista” de lo popular. El pobre está excluido y no tiene otro futuro que la insurgencia. Esa es la idea que la izquierda transmite pretendiendo que ella sea la chispa que enciende la pradera para usar las palabras de Mao.

Hay que decir, aunque sea de paso, que la realidad ha discurrido de forma muy distinta a la proyectada por el “mito revolucionario”. El mundo popular ha emergido sobre todo a cuenta de su propio esfuerzo. Y más que la política han sido otros los espacios donde ha podido crecer y transformarse; me refiero a la economía y el mercado, a la música y la religión.

El “mito revolucionario” fue el sentimiento dominante en las izquierdas radicales de América Latina. Era la época dominada por la consigna de “crear, dos, tres, muchos vietnam”, acuñada por la Tricontinental. “El deber de todo revolucionario es hacer la revolución” decía el joven Fidel Castro. Y desde la Ciencias Sociales, Theotonio dos Santos, proclama que “socialismo o fascismo” era el dilema latinoamericano.

IV

Arguedas no logró marcar una distancia clara con el “mito de la revolución” tal como si lo hizo con el indigenismo criollo. Las cosas son complejas pues él simpatizaba con la juventud y con la idea de un cambio radical, pero, no obstante, al mismo tiempo, rechazaba la violencia y, de otro lado, los dogmas del momento, el horizonte “miserabilista-catastrofista”, no lo terminaban de convencer. Más autoridad le daba, como ha señalado Carmen María Pinilla, a su propia experiencia. Y esta le decía que los migrantes andinos tenían una gran capacidad para salir adelante. No eran los pobres desesperados y sedientos de redención tal como imaginaban las vanguardias.

Entonces, a diferencia del sentido común de la nueva izquierda, Arguedas veía mucho más que pobreza en el mundo popular. Lo fascinaba la esperanza y el esfuerzo, la fe en lograr una vida mejor que tenían los migrantes. En el mismo sentido, para Arguedas, los sectores populares no era un conjunto de grupos activados por una lógica económica sino un mundo social que estaba atravesando enormes transformaciones. En todo caso su apuesta era apostar al cambio en la continuidad. La modernización no debería ser la continuidad de la imposición colonial. La diferencia dentro de la igualdad era su perspectiva. Este horizonte era radicalmente extraño a la nueva izquierda que, por la ceguera economicista, ignoraba la dimensión de la cultura.

Se puede comprender entonces la soledad de Arguedas. Habiendo roto con el “indigenismo criollo”, paternalista y despectivo hacia lo andino, tampoco podía identificarse con el “mito revolucionario” que seducía a la juventud y que preconizaba una lucha armada y una revolución; ideas, que a la postre, se han demostrado como fantasías poco constructivas. Pero tampoco es que Arguedas pudiera inhibirse de sentir simpatía por la vehemencia justiciera de la nueva izquierda.

Atrapado entre la lucidez de su visión, a la que no podía renunciar, y el afecto y admiración por la izquierda de la que tampoco podía retraerse, Arguedas sufre la soledad del visionario incomprendido. Y él mismo duda. A veces, por ejemplo, se deja ganar por la retórica inflamada del cambio radical. Son las vivas a la revolución cubana y la idea de que la única opción al gamonalismo es “la fuerza invencible del hombre de Vietnam”. Es también el anuncio de la “calandria de fuego”, imagen que sugiere una época de guerra civil y revolución. No obstante, en otras ocasiones, es más lúcido y realista. Por ejemplo, a propósito de la Reforma Agraria publica un artículo en el seminario Oiga donde no oculta sus simpatías por la medida y manifiesta su esperanza en el Gobierno del General Velasco. En el mismo sentido debe recordarse su permanente crítica del odio y de la rabia como sentimientos humanamente comprensibles pero, en definitiva, inconducentes.

Arguedas hubiera preferido un cambio que hiciera del hombre el centro de la sociedad. Pero en una época de héroes y grandes causas lo que predominaba era la búsqueda intransigente del ideal, con el consiguiente menosprecio a la vida. Entonces Arguedas estaba muy solo e inseguro. Desgarrado entre sus convicciones y sus afectos. No pudiendo escapar del culto a la confrontación y la intransigencia propios de la nueva izquierda, pero tampoco pudiendo renunciar a su lucidez.

En todo caso en Arguedas hay una crítica de raíz humanista al capitalismo. Su idea es que la expectativa de ganancia y de triunfo en la competencia llevan a empobrecer la vida. La producción de cultura en el capitalismo tiende con frecuencia a lo que llamaba el “mamarracho”. Algo arrancado de su contexto original y deformado en función del gusto de un público que busca satisfacciones elementales. La cultura y la vida se prostituyen. Surge lo fingido, lo postizo, lo “amariconado”, lo falso y complaciente, lo envilecido por la codicia. Arguedas creía que el arte debería expresar a plenitud las posibilidades de la vida. En la literatura, la tarea es “cargar la palabra”, hacer que nombre la complejidad de lo humano.

La crítica arguediana al capitalismo remite a la cultura y al mundo de la vida. No obstante, tampoco, es que Arguedas fuera un esencialista que tratara de preservar la pureza de la tradición. Su deseo es liberar a la gente de la voracidad codiciosa que se institucionaliza en el capitalismo. Una voracidad que no nutre sino que falsifica y deforma la vida. Es la voracidad que lleva al “mamarracho”.

Creo que dentro de este panorama Arguedas no podía imaginar un futuro para sí. Tendría que optar sin querer hacerlo, sin estar seguro. Estaba, pues, desgarrado.

Pero, como lo subrayado Alejandro Ortiz, hay en Arguedas una gran confianza en la capacidad creativa del ser humano. Pensaba que más allá de la época que estaba empezando, y de la violencia que se desencadenaría, lo que habría de primar es la alegría y la creatividad. Para Arguedas la misma escritura es un acto de vida destinado a afirmar la esperanza. Creo que desde esta perspectiva debe interpretarse la frase enigmática dedicada a Gustavo Gutiérrez en el “¿último diario?” de los Zorros: “¿es mucho menos lo que sabemos que la gran esperanza que sentimos, Gustavo?”. La frase nos dice que la esperanza es un ánimo que no puede sostenerse en el saber, siempre insuficiente y controversial. Por tanto debe entenderse como la apuesta a una afirmación incondicional de la vida. Pero la frase está puesta entre signos de interrogación, entonces es una pregunta que busca una respuesta. Y la pregunta se la dirige al padre Gustavo Gutiérrez, a quién llama “el Teólogo del Dios Liberador”. Esa es la fe que Arguedas anhela pero que no puede sostener.

La obra de Arguedas estuvo dedicada a desmoronar los estereotipos coloniales. A permitir que los peruanos nos pudiéramos ver sin los filtros ideológicos que secuestran y desvirtúan la experiencia. O más bien que la predeterminan en una dinámica de abuso y resignación, de desprecio y odio. Su discurso es, por tanto, fundacional. En vez de satanizar o mistificar a sus personajes, y escribir parábolas sociales, Arguedas trata de imaginar a individuos con un rostro propio. De allí que sus personajes sean complejos y muy distintos entre sí. Hay gamonales pérfidos pero también los hay poseídos por una fiebre de santidad. Y hay campesinos que perseveran en los valores de su mundo, pero igualmente hay los que se avergüenzan de sí mismos y traicionan u olvidan a los que dejaron atrás.

Arguedas vio un camino para posibilitar la afirmación nacional de la sociedad peruana. Ese camino tendría que empezar en la propia vida de cada uno, siendo el primer paso una reconciliación interna que llevara a resistir el imperio del colonialismo interiorizado como racismo, a tener menos vergüenza de sí, mayor seguridad. No sentirse como un condenado sino como heredero de una tradición valiosa que está allí, arrinconada, pero viva.

Quisiera terminar señalando la actualidad y vigencia del legado de Arguedas. El Perú ha avanzado mucho desde su partida. No obstante, el “indigenismo criollo”, con su lógica paternalista de negación de lo diferente, sigue siendo la ideología dominante. De otra manera no se entendería que este año no haya sido dedicado a la conmemoración del centenario de Arguedas, y tampoco se entendería que se sigan escribiendo trabajos como el perro del hortelano o que hayan ocurrido los lamentables sucesos de Bagua. En este sentido la entronización de Arguedas como héroe cultural y forjador de la cultura peruana es más un reclamo desde abajo, un deseo de muchos, que algo asumido por las altas esferas de poder.

(Texto leído en el conversatorio de la Biblioteca Nacional con motivo de cumplirse cien años del natalicio de José María Arguedas)


Escrito por

Gonzalo Portocarrero

Profesor de la PUCP. Ha publicado recientemente el libro "Profetas del odio. Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso".


Publicado en