#ElPerúQueQueremos

Del mito revolucionario a la exigencia de una gobernabilidad democrática

Publicado: 2011-02-23

Del mito revolucionario a la problemática de la gobernabilidad y el desarrollo humano.

La tesis central que trataré de desarrollar en esta exposición es que en las últimas décadas hemos asistido a un cambio profundo del cual no hemos tomado la debida conciencia, aquella que permitiera situarnos de otra manera, más fecunda, en la época que está despuntando. Este cambio de posición exige el esfuerzo de reinventarse; de distanciarse lo suficiente como para objetivar los supuestos que han guiado nuestras formas de pensar y, paralelamente, se requiere poder identificar lo mejor dentro de lo posible, de manera de ir trazando caminos hacia el futuro.

Derrida dice que los sujetos son reflexivos, que sólo nos constituimos como tales cuando logramos apropiarnos de la herencia que hemos recibido. Solo el examen de las tradiciones y mandatos que nos han constituido permite el ejercicio de la crítica y el logro de la libertad; es decir, la capacidad de escoger lo que intuimos o creemos como más conducente a la afirmación de nuestras vidas. La alternativa es quedarnos estancados en una inercia repetitiva que se hace cada vez más insatisfactoria, o, en todo caso “saltar” a la nueva época, hacer nuestras sus ideas fuerza, sin antes haber hecho antes el debido inventario.

Esto significa que tenemos que empezar desmontando lo que puede llamarse el “mito revolucionario”, una potente construcción ideológica en cuya base estaba el anhelo de absoluto, la pretensión de un cambio total, revolucionario, que permitiera hacer realidad, mediante un acto fundador, la fantasía de una sociedad justa y solidaria. Desde esta perspectiva el poder era el problema central de todas las sociedades pues se solía pensar que estaba concentrado en una clase social que lo usaba en su propio beneficio. Subvertir el poder (dominante) era entonces la consigna de la acción política creadora de futuro. En concreto, criticar la ideología y erosionar la legitimidad del sistema. El horizonte era lograr la insurrección generalizada que diera pie a la fundación de una nueva sociedad. En un inicio sería necesaria una dictadura, un estado de excepción permanente, solo así se podían construir las bases del orden justo y democrático. Y una vez consolidado este orden, sería posible la desaparición del estado y el advenimiento de una situación donde la justicia y la transparencia harían prácticamente imposible el disenso. En el comunismo la política queda abolida y la gente se dedica al desarrollo de sus múltiples capacidades.

El sujeto del deseo revolucionario, del anhelo de transformación radical, era la clase obrera. “La clase que eleva a principio de la sociedad lo que la sociedad le pone como principio: la ausencia de propiedad de los medios de producción”, decía Marx. Si vemos a este deseo en la perspectiva de la larga duración constatamos que representa la secularización de la expectativa de salvación ultramundana. Marx es el último gran profeta de la tradición judeo-cristiana. Su propuesta es traer el cielo a la tierra. Acabar con las injusticias y hacer posible una vida plena para todos.

La gobernabilidad entendida como coordinación posibilitante de la vida social debería ser desestabilizada pues en tanto la democracia era –evidentemente- “formal” y no sustantiva, esa coordinación descansaba en la violencia y sus frutos beneficiaban a los más poderosos.

Pero las grietas del mito revolucionario eran evidentes. Del enfrentamiento del mito con la realidad surgieron hechos imprevistos pero que solo muy pocos tomaron en cuenta. Una y otra vez se repitió lo mismo: la clase en cuyo nombre se trataba de revolucionar la sociedad era, en la práctica, sustituida por un partido fundado en una gobernabilidad básicamente autoritaria. Un individuo, o pequeña camarilla, en función de conocer las leyes de la historia y de asegurar el rumbo correcto, concentraba el poder, convirtiéndose entonces en el soberano de la institución que supuestamente habría de democratizar el poder. Esta ceguera nos habla de la fuerza de las creencias, del deseo de justicia y del apetito por el poder. Sea como fuere el hecho es que el mito reverdeció en los años 60 pese a toda la experiencia histórica que lo desmentía.

Los socialismos reales fueron regímenes dictatoriales y corruptos que suprimieron la libertad y trataron de legitimarse recurriendo a una nivelación por abajo.

Con la caída del muro de Berlín, el mito o deseo revolucionario se desvanece. Y la pasión política se enfría pues acaba la competencia entre sistemas. El capitalismo ha triunfado. Aunque haya crítica y desafección no se avisora un más allá del capitalismo. No se apertura un horizonte diferente.

II

Surgen entonces los planteamientos post-marxistas. Laclau propaga la idea de “radicalizar la democracia”. Ya no se pretende un capitalismo de estado o un régimen de propiedad comunitaria. Se trata, más modestamente, de desconcentrar el poder mediante la movilización de todos aquellos que tienen agravios y demandas contra el orden hegemónico. El populismo sería la continuación de la lucha por la justicia en el marco del capitalismo y la democracia liberal. La tarea es construir al pueblo, articular todas las luchas en contra de la explotación. Se prioriza la igualdad sobre la libertad y el Estado opera como redistribuidor de los beneficios de la libertad, limitando sus injusticias.

La idea suena bien pero en la práctica tiene vicios muy difíciles de superar. La fórmula del caudillo, la mafia y la clientela es distinta a la que opera en los regímenes stalinistas pues la propiedad sigue siendo privada y el poder está más fragmentado. Pero también es muy parecida pues se intenta reducir la libertad y concentrar el poder en nombre de alguna esencia nacional-popular. En Europa el populismo realmente existente se fundamenta en el racismo anti migrante. Es una fobia a lo diferente y una pretensión de excluir a los recién llegados de los beneficios de la equidad. En América Latina el terreno fértil para los populismos es la debilidad del sistema político y el crónico deseo por una autoridad soberana, un hombre fuerte que solucione concretamente los problemas del país. El resultado es un régimen como el de Chávez. Quizá sea Estados Unidos el país donde la fórmula populista pueda tener más éxito pues el desarrollo de sus instituciones y la productividad de su economía permiten una mayor redistribución con menos mafias y clientelas.

Una segunda dirección del pensamiento post-marxista es la representada por Zizek y Badiou. Su confianza en la posibilidad de un cambio radical se alimenta de su idea de que las cosas no pueden seguir tales como están, que estamos viviendo en el “final de los tiempos”. Pero pese a los muchos problemas que enfrenta el mundo nada hace pensar que estamos peor que en otros momentos de la historia reciente. Por el contrario nunca ha habido tanto desarrollo social y humano como en las últimas décadas. Empezando por lo más elemental: la esperanza de vida al nacer ha crecido sistemáticamente en los países más pobres. Se trata de la emergencia de Asia y también América Latina como economías más diversificadas y productivas. Pero el gran aporte de Zizek es la introducción del concepto lacaniano de goce en el análisis social y político. En el fondo, la rehabilitación de un concepto de naturaleza humana. La idea es que el goce, que es la sustancia de la vida, tiende a la inmoderación. Todos queremos más goce y eso no es posible. Para frenar el goce, y hasta su apetencia, está la ley. La fijación social, legítima, de los derechos y deberes de las personas. Pero Zizek reclama que la regulación social del goce tiende a fracasar por lo que llama la “pérdida de eficacia del orden simbólico”. Se trata del desprestigio de cualquier autoridad, empezando por el padre, y de la incapacidad resultante de encausar la inquietud humana hacia “fines elevados”. Entonces, como la sublimación no es posible lo que prima es el imperativo del goce. La impulsividad desenfrenada. Y este primado es más gravitante en los sectores más influyentes. El poder tiende a ser obsceno, mentiroso y manipulador. De otro lado la pulsión voraz del capitalismo por producir más excedentes tampoco puede tener una regulación plausible. Al contrario esa pulsión lleva a fomentar el desenfreno en el consumo y la especulación. El sistema está podrido. Vivimos solo de la inercia de la tradición, de lo que Zizek llama “interpasividad”. No nos damos cuenta –aún- que vivimos en el aire, a punto de caernos. Al respecto, Zizek se refiere, una y otra vez, al dibujo animado del coyote que persiguiendo al correcaminos ha abandonado tierra firme, que está en el aire pero aún no cae porque no se ha dado cuenta de su situación. Este diagnóstico hace pensar en Nietzsche cuando decía la muerte de Dios, y la caída del cielo, significaba, aún cuando la gente no se diera cuenta, que ya no tenemos un piso sobre el cual caminar, que estamos, otra vez, en el aire, que es necesario una transformación radical de todos los valores de dónde surgirá un hombre nuevo, un “superhombre”.

Pero a diferencia de Nietzsche, Zizek no ofrece alternativa. Salvo esperar un “acontecimiento”, un milagro. Hay que mantener viva la fe en el mito dice Zizek, aunque en el momento no tengamos ninguno. No habrá ningún Dios en el altar pero las luces están prendidas, en señal de espera. No sin razón, Laclau dice que Zizek está esperando a los marcianos. Y Zizek le responde que el populismo no es lo suficientemente bueno pues tiende al fascismo y al recorte de las libertades en función de un dios menor como es la nación o el pueblo.

En la misma corriente se podría inscribir la obra de Giorgio Agamben, en especial su redescubrimiento de la arbitrariedad como el fundamento de la ley y el derecho. Las teorías contractualistas que identifican en el pueblo el detentor de la soberanía -el derecho de mando y la capacidad de normar la vida- olvidan, según este autor, que el llamado estado de excepción es cada vez más la regla de funcionamiento de los sistemas políticos. En realidad, el poder soberano lo detenta quien es capaz de decretar el estado de excepción, o de sitio; es decir, la anulación de la legalidad. Ahora bien, suspendida la ley, los ciudadanos dejan de tener derechos, pasan a convertirse en “parias”, en la figura del “Homo sacer”. O sea, en gente que puede ser detenida o asesinada, que ha sido reducida a una condición animal. El mayor peso que va cobrando el estado de excepción significa el fortalecimiento de un poder soberano de carácter fáctico y la correlativa pérdida de derechos de los ciudadanos. Agamben cita con frecuencia los casos de Guantánamo y de los campos de reclusión de los inmigrantes en Italia. No hay cargos, no hay defensa, la gente puede ser detenida indefinidamente. Es indudable que Agamben ha teorizado con mucha precisión lo que sucede en los campos de concentración. También la tendencia de los Estados a la biopolítica, al manejo de la vida de los ciudadanos como si fueran “poblaciones” que necesitan ser cuidadas pues son incapaces de deliberar. No obstante, su diagnóstico sobre la extensión creciente del estado de emergencia es quizá demasiado alarmista. De hecho, el poder soberano también está en el pueblo de manera que el régimen que pretende acapararlo termina por ser víctima de una insurrección. Tal es la lección de Egipto y hasta de la propia Italia de Agamben donde Berlusconi está siendo finalmente enjuiciado; es decir, ya no está encima de la ley declarando que sus enemigos están fuera de la ley.

Hay otra dirección en el pensamiento post-marxista que es la representada por Kojin Karatani. Karatani sostiene que los trabajadores son explotados y desempoderados por el capitalismo. Pero lo contrario ocurre con los consumidores que son siempre seducidos y bien tratados. Entonces el poder que se ha perdido en el mundo del trabajo puede recuperarse a través del consumo. Los consumidores exigen una responsabilidad social a las empresas. Y las empresas tienen que ponerse a la orden de manera que ahora se definen como protectoras del medio ambiente, buenas empleadoras y compradoras a precios justos. Es, por ejemplo, propuesta de la cadena de cafeterías Starbucks. Pero Karatani piensa que se podría exigir mucho más, a través de partidos que recojan el deseo de justicia que allí, en el consumo, se está incubando. Karatani imagina asociaciones de protección de los derechos de los consumidores y también sanciones morales a las empresas que no tienen buenas prácticas, sanciones que pueden tener devastadores efectos económicos. Como las campañas contra las compañías que usan a niños semiesclavizados del tercer mundo para producir zapatillas deportivas.

III

En una tradición ajena al marxismo, la liberal, ha surgido una nueva forma de entender la vida social. Se trata de una inflexión del liberalismo que implica depurarlo de su carga naturalista. Este paso obedece a la toma de conciencia de que la realidad es una construcción social. Entonces esta construcción debe tomar un carácter reflexivo. No dar nada por sentado. Y a la hora de pensar lo que debe ser construido tiene que primar lo ético, el deber ser, los grandes ideales civilizatorios. Por tanto el fin de la sociedad es aumentar la libertad del individuo para que en su existencia finita pueda explorar lo mejor posible el campo de sus deseos, e irlos realizando. La idea es que todos tengamos la opción de realizar nuestro potencial humano. Entonces la igualdad queda relativizada por la equidad. Desde la idea del “desarrollo humano” se rompe la asimetría entre derechos y deberes. Los derechos son lo fundamental. Esta posición implica una crítica a posiciones estrechamente meritocráticas. Entonces, resulta que los pobres tienen más derechos que deberes pues han estado marginados, por generaciones, de los recursos para el desarrollo de sus potencialidades. Aparecen entonces las políticas sociales de discriminación positiva. Subsidios directos, e indirectos, a los más necesitados e intentos de mejorar la educación, la salud y la vivienda de los menos favorecidos. En la perspectiva de crear capacidades y eliminar la brecha de oportunidades.

La ideología del desarrollo humano, en la versión de Martha Nusbaum, al menos, pretende remontarse a Aristóteles y su idea de “dignidad humana”. Los seres humanos no somos intercambiables o desechables. Cada vida es un valor supremo. Esta corriente ha sido moldeada por Amartya Sen, premio nobel de economía. Sen ha refundado la tradición liberal al insistir en el humanismo y la equidad como los valores sociales que todos debemos compartir. En todo caso, el concepto de “desarrollo humano” se ha convertido –casi- en sentido común. Las Naciones Unidas han promovido esta manera de pensar. Y ha comenzado a filtrarse en los medios de comunicación. EL ideal de la acción del estado debe ser crear una sociedad meritocrática pero que luche contra las desigualdades y que no abandone a los desvalidos. Además que fomente la educación y la reflexividad. Así la gente podría escoger lo mejor para sí.

Esta propuesta ha moldeado la agenda pública en todas partes. El centro de la acción del Estado deben ser las políticas sociales. En cambio, las políticas económicas casi no se discuten pues hay un consenso abrumador a favor de la ortodoxia. Entonces el valor de un gobierno tiene que medirse por su capacidad para realizar las tareas inspiradas en los valores supremos de “equidad” y “desarrollo humano”.

El liberalismo se asocia hoy en día al movimiento de la “corrección política” y al “multiculturalismo”. La expectativa es construir una ética universalista, centrada justamente, en la ideas de equidad y desarrollo humano. Esta ética tiene que surgir, dice Boaventura de Souza Santos, desde todas las tradiciones culturales a medida de que, en cada colectividad, vaya imponiéndose, desde su propia especificidad, el convencimiento de que el fin de la sociedad es propiciar el desarrollo de los individuos; y que las diferencias, por más irreductibles que sean, no tienen porque llevar a la aniquilación del otro. La perspectiva es entonces favorecer el diálogo entre civilizaciones en la confianza de que si este continua llegará un momento en que todas las sociedades suscriban la equidad y el desarrollo humano como valores instituyentes de su normatividad social.

Estas ideas tienen sin duda una impronta que podríamos calificar de optimista. Les subyace una confianza en el ser humano. La política debe compensar las desigualdades creadas por la economía. Redistribuir los ingresos es justo porque nivela el suelo donde se dará la carrera. Se compensa a los que han recibido menos activos. Surge la discriminación positiva como el principio que lleva a favorecer a los que menos oportunidades han tenido mediante subsidios, directos e indirectos, y/o cuotas para la educación universitaria o para la representación política. No se trata, sin embargo, de un neo-asistencialismo, o populismo, pues en todos los casos se subraya la necesidad de fomentar las capacidades de la gente para lograr la equidad que haría innecesaria la discriminación positiva.

Entre las críticas que puedan hacerse a esta corriente está la falta de una reflexión más profunda sobre la naturaleza humana. Es decir, su no presentar modelos visibles, convincentes de “desarrollo humano”. Se habla mucho de la capacidad de realizar los deseos, pero no se habla tanto de cuáles podrían ser esos deseos. En el mismo sentido se podría notar la aversión a tomar contacto con lo tanático que habita a la criatura humana. Y es que el remozamiento del liberalismo está muy influido por las ideas de que todo es construcción social, que nada existe fuera del discurso; y que por tanto, como se ha dicho, la ética, el deber ser, puede guiar decisivamente al ser. Estas ideas se asocian con los nombres de Derrida y Levinas. Esta situación exige una interlocución con el Psicoanálisis y otras disciplinas que han explorado la impulsividad con la que nacemos las criaturas humanas.

Pero también es posible una crítica más social. Es verdad que el liberalismo se propone reparar la sociedad a través de una política que vaya sintetizando los valores de libertad, igualdad y fraternidad. No obstante, es muy controversial la velocidad o intensidad de esta acción reparativa. Temas como la inclusión y la equidad pueden sonar a coartadas ideológicas para regímenes centralmente preocupados en propiciar el crecimiento, tal como sucede con los gobiernos neo-liberales donde el fomento de la equidad es visto como resultado automático del mercado; mediante el llamado “chorreo”. De hecho la agenda liberal implica una carga impositiva y unas regulaciones sobre las empresas que no son siempre bien aceptadas por ellas. Digamos que el liberalismo tiene su base social en las ONGs, las entidades filantrópicas y las naciones unidas; en general, en las clases medias culturosas. Mientras que el neo liberalismo encuentra la suya en las grandes empresas y en la gente más rica.

Y lo cierto y positivo es que en las últimas décadas la distribución del ingreso ha tendido a concentrarse cada vez más. En todo el mundo. Pero también es cierto que la pobreza ha disminuido significativamente.

III

El neoliberalismo es, en el fondo, un naturalismo. Un mito que no es consciente de serlo. Von Hayek, el fundador del neoliberalismo, es muy claro. El mercado es un mecanismo “natural” muy eficiente. El problema está en las propuestas ideológicas o culturales que desvirtúan su funcionamiento. Inclusive, para Hayek, el problema está aún más atrás. En la creencia racionalista de que la acción puede cambiar positivamente la realidad. Esta creencia está equivocada pues la espontaneidad del mercado es lo que permite la creación de la riqueza. Cualquier interferencia significa una traba al progreso. Las funciones del estado deben limitarse al mantenimiento del orden, la seguridad y la administración de justicia. Esta confianza ciega en el mercado está siendo cuestionada. El nuevo liberalismo vs el neo liberalismo. Este parece ser el conflicto ideológico de nuestra época.

IV

El campo de opciones es amplio pero la lucha entre orientaciones civilizatorias ha perdido dramatismo. Al menos en occidente. Pero en oriente, según Pamuk, el islamismo ha venido a reemplazar al marxismo como mito que fundamenta la esperanza. En realidad, la idea del pueblo como comunidad de creyentes instituida por un compromiso sagrado del que no puede renegarse no es tan diferente a la idea socialista de un compromiso con la clase que según el saber científico encarna la posibilidad de de una desarrollo social perfecto.

En esta situación la tarea de las ciencias sociales es apoyar todo esfuerzo por lograr o consolidar una gobernabilidad democrática. Y la verdad es que los obstáculos por lograr este ideal son casi abrumadores.

Freud dice que la interiorización más profunda de la ley lleva a la seguridad y al confort material. Pero también a la culpa y la pérdida de goce. Reprimidas y disciplinadas, las criaturas humanas vuelcan sus frustraciones en contra de sí mismas. La cultura produce un malestar colectivo. Pero de otro lado la transgresión generalizada no parece ser una situación mejor. Sin autoridad que haga posible emprendimientos colectivos, la pobreza, la anarquía y el abuso dominan. O sea que la alternativa sería, para hablar en una figuración dramática entre la Europa Nórdica y el África.

El Perú y América Latina no están en ninguno de estos polos. El reto sería como imaginar un futuro en base al equilibrio entre el peso de la ley y la ligereza del goce. Pero ese futuro pasa sobre todo por el aprendizaje de cada uno, de todos los seres humanos, de lo que Aristóteles llamaba la “prudencia”, como la capacidad de juzgar que está orientada por la sabiduría, por el conocimiento de las leyes pero también de la vida, por la disposición a un actuar razonado.

V

En la agenda de las Ciencias Sociales hay dos grandes temas muy pertinentes también para el logro de la “gobernabilidad democrática” en el Perú.

El tema del reconocimiento surge de los escombros del economicismo y de su visión de seres humanos autosuficientes que aspiran solamente a maximizar sus ingresos. Para empezar la idea de un individuo aislado es un despropósito. Para existir necesitamos reconocimiento, ser confirmados en nuestras pretensiones por los otros. Si no llegamos a ser validados vivimos en el resentimiento y la incertidumbre. Y en las sociedades democráticas lo que se busca es ser reconocido como una persona con derechos, digna y merecedora de respeto, un igual a los otros. Pero muchas veces el reconocimiento es negado. Entonces se jerarquiza y excluye.

Surge la dinámica del amo y el siervo estudiada por Hegel. Una dinámica trágica pues el amo, al despreciar al siervo, lo descalifica como fuente de reconocimiento lo que significa que tendrá que lanzarse a otra conquista, o que permanecerá sin ser confirmado. Mientras tanto el siervo produce para el amo que a cambio lo reconoce como tal. En la autoridad patronal el subalterno busca afanosamente el afecto que lo persuada de su propio valor. Por ello el proceso de emancipación del siervo pasa por liberarse de esa dependencia afectiva respecto del amo.

Pero el asunto es aún más complejo pues resulta que las figuras del amo y del siervo no son solo hechos sociales sino que también habitan nuestro mundo interior. En términos de Freud podríamos decir que el amo es la conciencia moral, esa autoridad interna que nos dicta lo que debemos hacer, que regula nuestra autoestima, la valoración que tenemos de nosotros mismos. Finalmente, el vínculo libidinal con nuestro cuerpo. Y ese amo interior es a menudo cruel y exigente. La obediencia a sus mandatos no significa sentirse bien o contento. Ese amo pide siempre más, esclaviza. Y nuestro siervo interior es nuestro yo que trabaja obedeciendo para lograr el elusivo beneplácito de su señor. La única manera de mitigar el conflicto interior es entonces admitir la escisión, reconocer las voces del amo y del siervo que no dejan de resonar dentro de nosotros. Solo entonces será posible modular las exigencias que brotan del mundo interior y trascender la competencia en las relaciones con los demás. Como dice Sennet: “La libertad existe finalmente cuando el reconocimiento que hago de ti no me quita nada a mí”.

La violencia simbólica se basa en el desconocimiento que hace a unos inferiores y a otros superiores. El desconocimiento es una desvalorización del otro; implica no reparar en su alteridad sino verlo solo en función de nuestros deseos y temores. El tema se aclara si nos referimos al racismo, como voluntad de dominio, y a los estereotipos, como las representaciones que lo fundamentan. Por ejemplo, la representación del indio como un ser abyecto, degenerado y ocioso coloca a la persona que internaliza esta imagen como descripción de su ser interior en un camino de odiarse a sí mismo, de obedecer para redimirse. O de ocultar todo lo que puede vincularla con ese mundo. También está la resistencia y la acomodación, aspecto enfatizado por Juan Ansión.

Sea como fuere, en nuestra historia, el mundo criollo se definió como fundado en un señorío sobre los indígenas a quienes se desprecia. Lo indígena es lo que debe rechazarse si uno quiere ser considerado una persona decente. Y no sólo el indígena que está afuera sino, más decisivamente, el que está dentro.

Entonces la problemática del reconocimiento y del desconocimiento atraviesa lo social y lo personal. La promesa es que una política del reconocimiento, una apuesta por no desvalorizar la diferencia, convirtiéndola en jerarquía, es la manera de salir de la dinámica trágica de la lucha por el reconocimiento y la fijación de esta lucha, al menos temporal, en las figuras del amo y el siervo.

La lucha por el reconocimiento es un combate por la dignidad, por que los otros me valoren en mi singularidad. Y el desconocimiento es la violencia simbólica, la descalificación de la alteridad, el establecimiento de jerarquías. Insisto: tanto en el mundo interno de cada individuo como en la realidad social. De ahí que todo cambio debe implicar ambos registros. Sin el reconocimiento de nuestra propia división solo podremos aspirar a ser amos. A voltear la tortilla, cambiando a la gente de posición pero manteniendo el sistema. Sin un reconocimiento de la división social y personal no hay reparación posible pues quedamos atrapados en el dilema de ser señores o siervos. Es decir, otra vez, sin reconocimiento no hay libertad.

La problemática del reconocimiento es vastísima. Tan amplia como lo es la violencia simbólica. En las últimas décadas, al calor de la democratización, la demanda de reconocimiento ha crecido exponencialmente. En Lima, hace poco gente gay que manifestaba su derecho de existir sin ser criminalizados fue duramente reprimida por la policía. Y lo que convirtió a la hostilidad de las fuerzas del orden en un ataque furioso, la gota que derramó el vaso, fue que la gente empezó a besarse. La homofobia ganó. Y, como se ha dicho tantas veces, la homofobia proviene del miedo que nos despiertan nuestras propias latencias homosexuales. No obstante a los pocos días se convocó a un evento similar pero esta vez ya no pudieron ser reprimidos. Primaron los derechos sobre el abuso. Una victoria en la lucha por el reconocimiento.

La democratización tiene que ser vista también como un proceso de mutuos reconocimientos en todas las esferas del mundo social, desde el individuo hasta el sentido común colectivo. El principio del reconocimiento equitativo de la alteridad está ganando fuerza. Es la opinión “civilizada”, consagrada. Pero en nuestro país la vigencia del racismo, el machismo y la homofobia traducen precisamente el miedo a lo negado y reprimido, a lo lejos que estamos aún de una política del reconocimiento. La represión de la diversidad sigue implicando desintegración social y personal.

VI

El segundo tema que quiero explorar con Uds. es el de la ley. El derecho es la regulación social de la vida a través de una normatividad imperiosa y vinculante. Una normatividad que surge del consenso por lo que se supone debe ser voluntariamente aceptada. Nadie duda de que el gobierno dentro de la ley, una ley instituida por los representantes elegidos del pueblo, es el mejor de los gobiernos.

Pero lo que si es problemático es la elaboración de la normatividad y su conversión en costumbre o comportamiento regular. La normatividad es resistida por muchas razones. Pero también porque la autoridad que la enuncia es percibida como corrupta, al servicio de sus propios intereses. Definitivamente obscena. En consecuencia, la gente se siente moralmente asistida para transgredir la ley. El resultado es que la normatividad no llega a regular la vida. De allí la dificultad de los emprendimientos colectivos. EL resultado es que en el mundo criollo se ha generado una dinámica de la complicidad, una cierta licencia para transgredir que se alimenta de una suerte de pragmatismo naturalista. “Que robe pero que haga”. La expresión ha hecho fortuna en el país porque se ha vuelto sentido común que todos robamos allí donde podemos.

¿Entonces cómo salimos del círculo vicioso de la complicidad?

IV

Esta exposición ha pretendido brindar algunas orientaciones sobre la discusión política contemporánea. Quisiera terminar esta exposición animándolos a investigar e incrementar el saber que tenemos sobre nuestra sociedad.

Necesitamos elementos teóricos. Y las lecturas que les he propuesto no son precisamente cautivantes. Hay que leerlas con un esfuerzo que les prometo que vale la pena pues apenas nos adentramos en sus razonamientos va germinando en nosotros los lectores la satisfacción de comprender más, de estar mejor preparados para penetrar en la sustancia de las cosas.

Para ilustrar esta experiencia un ejemplo es lo que viene más a cuento. En el último capítulo de su magnífico libro Totalitarismo, Hannah Arendt nos dice que el poder de convencimiento de los líderes totalitarios se funda en la “glorificación del razonamiento lógico”, en el desarrollo de una suerte de cadena de argumentos que se construyen en base a unas cuantas premisas que nunca se ponen en discusión. Se podría hablar de una visión tubular. Al leer a Arendt me vino a la mente Guzmán y la manera en que seducía a su gente. Este es un tema que había pensado bastante pues Guzmán mandaba a matar y a morir; y era obedecido. Después de leer a Arendt me doy cuenta cabal de la importancia de su “logicidad”. Llevaba al extremo su argumentación. Su capacidad lógica era reputada como aplastante. Y él se impuso y se glorificó a sí mismo por esa habilidad retórica de aniquilar al opositor generando goce y convencimiento entre sus partidarios. Por tanto, si se aceptaban las premisas, que nadie ponía en discusión, de la inevitabilidad del socialismo y de la validez de la lucha armada, entonces para Guzmán solo había un curso de acción: desarrollar las contradicciones, desenmascarar a la reacción, incitar al genocidio, pues solo gracias a la violencia contrarrevolucionaria, la violencia del pueblo podría desplegarse en todo su potencial. En concreto esto significaba optar siempre por escalar los conflictos sin reparar en las bajas. Después de todo el favorecer el cumplimiento de las leyes de la historia tenía un costo, eran necesarios sacrificios, pagar una cuota. Los individuos eran descartables pues lo que importa es la causa.

Podría poner otros ejemplos de cómo una lectura densa puede ser fructífera, enriquecedora. El entretenimiento es más accesible y nos hace descansar, por lo que es vital y necesario, pero nos quedamos tales cuales, nada aprendemos. En mi caso, al menos, con el paso de los años cada vez aprieto con más gusto a ese palo de naufrago que es el saber.

Muchas gracias


Escrito por

Gonzalo Portocarrero

Profesor de la PUCP. Ha publicado recientemente el libro "Profetas del odio. Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso".


Publicado en