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El autoritarismo, posibilidades y límites de un concepto

Publicado: 2011-03-21

La noción de autoritarismo se elabora desde una posición crítica del fenómeno que nombra. Es decir, con este término se quiere hacer visible, y denunciar, una actitud que entraña el desconocimiento de la alteridad del otro y de la complejidad de uno mismo.

Cuando se dice de alguien que es “autoritario” se está poniendo al descubierto la pretensión de ese alguien a un “poder excesivo” y, correlativamente, se llama a la persona avasallada a que resista, a que no se deje llevar por sus reflejos, o hábitos, sumisos o conformistas. En realidad, la noción de autoritarismo está destinada a desestabilizar la dominación autoritaria. Por su intermedio se convoca al poseído por la obediencia incondicional a cambiar, a distanciarse de su “actitud espontánea”. Tiene que darse cuenta que la persona autoritaria tiene una aspiración infundada e ilegítima, y que, por su parte él, se encuentra encadenado a un sometimiento que rebaja sus posibilidades de desarrollo como persona. Es decir, la agenda implícita, el inconsciente del concepto, es el poner en cuestión tanto a la autoridad juzgada como opresiva, como, igualmente, al subordinado que no logra sustraerse de su influencia. Lo que está en juego es la crítica a una relación que se considera deshumanizante, y se lo hace desde una perspectiva que se pretende lúcida y liberadora.

No es casual que las ideas de autoritarismo y totalitarismo fueran elaboradas, hacia fines de los años 40, por intelectuales judío- alemanes que lograron exiliarse en Estados Unidos. Nos referimos, desde luego, a Hannah Arendt y a Theodor Adorno. Para estos autores estas nociones representan el intento de explicar la raíz de la tragedia Europea; o sea, de la barbarie nazi. Y, para ambos pensadores, el núcleo de la explicación se condensa en que los regímenes totalitarios nacen y se desarrollan en base a la divinización de una idea. Es decir, los regímenes totalitarios, al igual que las personalidades autoritarias, actúan, hasta las últimas consecuencias la servidumbre a una ideología. Unos fundan en ella su autoridad, mientras que los otros reclaman un amo, o, en todo caso, son conminados a una obediencia incondicional. En el caso del nazismo la idea es que solo la depuración racial podría crear una sociedad “limpia”, de gente bella y sana, con una vida plena. Y en el caso del stalinismo la idea es que solo liberándose de las clases reaccionarias y educando al pueblo sería posible lograr la anhelada sociedad comunista.

II

En la década de los años 60 el término “autoritario” se extiende al calor de las luchas juveniles y el cuestionamiento de las generaciones mayores. De un momento a otro toda autoridad apareció como sospechosa: excesiva, obscena, autoritaria. Este rechazo a la autoridad invitó a imaginar formas alternativas de gobierno y, correlativamente, a desconfiar de, y hasta satanizar a, cualquier persona que pretendiera ejercer la autoridad. En esta atmósfera cargada de crítica y deseos de cambio, las ideas de comunidad y democracia directa ganaron gran predicamento. En términos políticos hablamos, por supuesto, del ascenso de la izquierda y del mito revolucionario hasta mediados de los años 70. Esta cronología está marcada por los hitos de la descolonización, la revolución cubana, la revolución cultural china y el mayo francés de 1968.

No hay duda de que el movimiento “antiautoritario” ha tenido una influencia decisiva en la democratización de la vida social. También ha implicado una gran presión por hacer más transparentes las vidas privadas de las personas que ejercen alguna función pública, ahora expuestos a una exigencia ética y una presión mediática que eran inimaginables hace 40 años.

En otro orden de cosas, en el plano de la vida familiar, las relaciones entre hombres y mujeres y entre padres e hijos se han vuelto mucho más horizontales.

No obstante, en el campo político, las demandas de comunidad y participación ampliada, que también eran ejes centrales del programa “antiautoritario”, no han tenido mayor éxito. El individualismo se ha sedimentado, desplazando las ideas colectivistas de salvación y de sacrificio que antes motivaran la acción política del militante u hombre comprometido. El pensamiento que hoy domina es que todos los individuos tienen derecho a realizar su potencial humano de la mejor manera en que lo entiendan, y, que el fin de la sociedad, y del estado, es facilitar la vida de las personas, y no decirles lo que tienen que hacer.

Finalmente, en el dominio de la economía, donde el antiautoritarismo se asociaba al cooperativismo y la gestión colectiva, lo que hoy tenemos es el despotismo del capital. Atemperado, sin embargo, por la necesidad de las empresas de tener un semblante amable, de responsabilidad social.

El balance es complicado. En la época que estamos viviendo la tiranía del capital coexiste conflictivamente con la ampliación de los márgenes de la autodeterminación de las personas. No todas, desde luego, pero si bastantes.

III

Entonces ¿qué recuento puede hacerse sobre el significado de la noción de autoritarismo? ¿No ha sido el arma de choque de la democracia contra el egoísmo de las elites? ¿Pero acaso no ha minado la noción de autoridad? Es decir, la posibilidad de una acción social mancomunada. ¿No habrá entonces un sesgo anarquista en la noción de autoritarismo?

Pero antes de adentrarnos en el ensayo de responder tan arduas preguntas, necesitamos acercarnos más a las relaciones intra e intersubjetivas que están en la base del ordenar y el obedecer. Un buen camino es preguntarnos en qué medida toda autoridad es -necesariamente- autoritaria.

Si respondiéramos que si, que toda autoridad es autoritaria, entonces estaríamos suponiendo que todo poder tiene un trasfondo de ganancias ilícitas, y/o goces obscenos, que son su fin más importante; siendo el bien del subordinado solo una consideración de segundo orden, o, en todo caso, una mascarada ideológica que oculta la realidad fundamental que debe esconderse para garantizar la obediencia. Y si toda autoridad es, efectivamente, en el fondo, autoritaria; entonces, tendríamos que pensar que el subordinado obedece de una manera a-crítica o resignada. O también podría pensarse que obedece buscando recompensas libidinales como sentirse una “buena víctima”, un mártir. Es decir, erotiza el sufrimiento que le impone la autoridad, lo convierte en un fin es sí mismo, en una fuente de satisfacciones.

La hipótesis de que toda autoridad es autoritaria implica dos supuestos: a) la ley es un recorte del goce, una disminución de los márgenes de libertad del individuo en función de alguna causa invocada por la autoridad. Este supuesto es general pues vale para cualquier autoridad imaginable. b) No ocurre lo mismo con el segundo supuesto que nos dice que todas las personas que formulan la ley, y las que quedan encargadas de su cumplimiento, tienden a exonerarse de su vigencia de modo que así logran dos goces. Primero, no disminuir tanto su libertad y, segundo, ver que los otros si tienen que obedecer; hecho del que derivan un sentimiento de superioridad. Este segundo supuesto nos dice que el poder tiende a llevar a las personas más allá de la ley.

Si se piensa en base a estos supuestos resulta que toda autoridad tiene un trasfondo tiránico y, de otro lado, que todo subordinado está entonces, en alguna medida, contento complaciendo el capricho del gobernante que, en el fondo, es un amo.

Esta es la visión de la ley de Kafka. En sus relatos, la ley es el nombre que los poderosos han conseguido dar a sus deseos. Es un nombre tan razonable, con un aura tan luminosa, que los sujetos a la ley se sienten en la obligación de cumplirla. Aunque puedan intuir que algo se pudre, nunca llegan a pensar que esa pudrición pueda ser el verdadero motor del poder. Para Kafka el goce del poder proviene de identificarse con la figura del amo que vive con gran satisfacción su poder sobre la persona común. Mientras tanto al sujeto a la ley le resulta muy difícil descubrir cuán placentera es la arbitrariedad para los poderosos. No lo puede creer pues ha sacralizado la autoridad. Los buenos ciudadanos están pues indefensos frente a la ley.

Desde una posición como la de Kafka se anticipa que el poder lleva –necesariamente- a la corrupción de la gente que lo detenta. Aún la gente más virtuosa es seducida por la posibilidad de transgredir impunemente la ley.

Ahora bien, la cosa se complica si tomamos en cuenta que el poder no está en los individuos como tales sino que resulta de una red de reconocimientos que faculta al Estado y al gobierno para coordinar la vida social mediante normas precisas y sanciones legítimas. Es decir, el poder proviene de un mandato social que está anclado en expectativas de goce. Además ese mandato puede ser revocado como los levantamientos de los pueblos lo hace recordar.

IV

La actitud radicalmente escéptica frente a la ley, tal como la encontramos en Kafka, proviene de una desconfianza hacia el padre y desemboca en un reproche y en un retraimiento que no apertura nuevas formas de socialidad. Ni siquiera Nietzsche llega a una recusación tan a fondo de la idea de ley como si lo hace Kafka. Nietzsche dice que Dios ha muerto, que su presencia se desvanece en la vida cotidiana del occidente moderno. Esta situación debilita la autoridad paterna pues significa que deja de estar amparada por ese gran padre que es Dios. Entonces resulta que es mucho más difícil consolarnos de las desilusiones que nos producen nuestros padres reales. Con la secularización la autoridad ya no puede invocar tan fácilmente a Dios, como modelo y apoyo para su causa. Entonces la desconfianza hacia autoridad tiende a crecer. Se generaliza su desprestigio. Fácilmente se la rotula de “autoritaria”.

Si este diagnóstico es acertado entonces estamos condenados a una incapacidad para actuar colectivamente de una forma coordinada. La caída de las idealizaciones deja a nuestra inquietud sin rumbo, solo existen las satisfacciones elementales. Y en el campo de las relaciones intersubjetivas solo podríamos ser señores o siervos.

V

Freud pensaba, en Tótem y Tabú, que el predominio de la ley se basa en honrar al padre muerto, a ese mismo padre que hemos asesinado. Fue un padre arbitrario y después de su muerte todos hemos prometido no tratar de reemplazarlo. Esa promesa, que es la renuncia a la arbitrariedad, es justamente la base de la ley.

Entonces para el Freud de Tótem y Tabú el pacto social se funda en la idea compartida de que si alguien logra colocarse por encima de la ley entonces resultará el despotismo y el regreso a la “horda primitiva”. Es decir, a una socialidad regresiva e injusta. La civilización propiamente dicha empieza con el asesinato del macho primordial. El padre tiránico que acapara todas las mujeres, todos los goces, excluyendo a los machos menos fuertes que podrían resistirle. Esos machos insatisfechos tienen que formar un grupo aparte, rivalizan entre ellos y siguen, envidiosos y anhelantes, a la horda encabezada por el padre - envidiado, odiado y temido- , y compuesta por las hembras y los niños a quienes el padre acariña pues nos son –aún- sus rivales. Pero un día, continúa el relato freudiano, los hijos superan sus diferencias y se constituyen como el grupo que asesinará al padre. Después del crimen todos quisieran ser como el padre pero se abstienen de intentarlo pues han jurado renunciar a esa pretensión que sería la ruina de la sociedad. Además ya se sabe que los déspotas terminan mal. El padre muerto se convierte en el Tótem del grupo. En una figura frente a la que sentimos culpa por haberlo asesinado, envidia por los goces que se procuraba, y odio por la exclusión a la que nos sometía. En todo caso su figura nos compromete con la ley.

Entonces es evidente que el Freud Tótem y tabú tiene más confianza en la ley que Kafka. La civilización descansa en un contrato olvidado pero efectivo en sus consecuencias pues resulta que acatamos la ley y renunciamos a la omnipotencia del gran padre. En realidad, la narrativa freudiana puede leerse como una explicación de la democracia. Habría que añadir que constantemente aparecen nuevos tiranos que rompen el pacto social, tratando de ocupar el lugar de la soberanía absoluta que poseía el jefe de la horda primitiva, pero que también, y con no menos frecuencia, se repiten los alzamientos de los excluidos. Este mito o historia freudiana tiene una impronta optimista y es muy sugerente para explicar la recurrencia de la dictadura en la historia de América Latina.

Pero el pensamiento de Freud se va complejizando sobre todo cuando, yendo más allá de una visión hedonista de un ser humano que busca el placer, postula la existencia de una pulsión (auto)destructiva. Entonces se hace visible que las posiciones de autoridad tienen un gran potencial para el desarrollo del sadismo y, de otro lado, que igual ocurre con el masoquismo para la posición subordinada. Entonces la obra de Freud, como dice González Requena, se dirige a reflexionar sobre la posibilidad de un padre justo, de un sistema que “focaliza la pulsión en la vía de la madurez genital y de la procreación”. Donde queden excluidas las satisfacciones del sadismo y el masoquismo. Nos referimos a la obra tardia de Freud Moisés y el monoteísmo (1939), escrita ya durante el auge del nazismo. Desde Tótem y Tabú (1912-3) el nazismo tendría que pensarse como una resurrección del padre muerto por la aclamación de quienes desesperadamente buscan un orden pues se consumen en sus rivalidades. Pero el nuevo “macho primordial” ya no impera en nombre de su propio goce sino que se presenta como el servidor de la gran idea que habrá salvar a la colectividad, permitiendo el goce pulsional de todos. En el Moisés y el monoteísmo, Freud … piensa en la posibilidad de un gran hombre, un héroe, como Moisés, capaz de suscitar una admiración tan honda, pues representa lo mejor de nosotros mismos, que por amor a ese hombre seamos capaces de renunciar a las satisfacciones elementales, teniendo como compensación una “autoestima exaltada” un “progreso de la espiritualidad”. Sería entonces posible una reconciliación con el Dios padre y las figuras de autoridad.

V

En el campo de la familia el triunfo del anti-autoritarismo ha significado el debilitamiento de la autoridad paterna (o materna). El ideal vigente es que la vida familiar se desarrolle bajo el signo de una negociación permanente. El “no” categórico del padre ha perdido legitimidad. Es representado como un goce obsceno e inmoral, como el modelo “originario” del abuso y del verticalismo.

Pero en realidad, bien vistas las cosas, una educación donde no quepa un “no” sin explicaciones, donde todo tiene que ser comprendido y aceptado por el niño es un ideal regulador imposible y mortificante. Además si el niño fuera educado en la idea de que no tiene que aceptar un “no” categórico, entonces ese niño se convertiría en un tirano pues no aprendería a obedecer, crecería en la expectativa de que el mundo debe responder a sus deseos. No interiorizaría un principio de autoridad, no lograría un lugar en la sociedad. En términos freudianos podríamos decir que el triunfo de las resistencias a la “castración”, o interiorización de la ley, inmovilizan al niño en la etapa de la omnipotencia infantil. El no del padre es traumático pero habilitante pues impide que el niño se encapsule en el vínculo con la madre. Le abre un mundo distinto pues el impulso al goce reprimido por la ley tendrá que buscar el camino de la sublimación para poder satisfacerse.

Ahora bien ¿es necesariamente gozoso el “no” categórico del padre? Ciertamente lo es ya que poner al niño en su sitio es un alivio, un freno a una inquietud sin salida. El padre que renuncia a decir ese “no” está llamado a desaparecer como orientador, a convertirse en siervo amargado de su hijo. Es la figura del padre cómplice-complaciente, un forzado compañero de travesuras.

Pero aunque pueda conllevar goce, el “no” del padre no necesariamente implica crueldad en el sentido de regodearse en la humillación del hijo. Y, entonces, ¿cuál es la diferencia entre el goce “legítimo”, inevitable, y la crueldad (desbocada)? En la justicia tradicional andina la sanción a un crimen es un castigo físico. Pero la sabiduría tradicional está en que ese castigo es ejecutado por una persona mayor y de prestigio moral. Se supone –idealmente- que esa persona no se refocila en el dolor del sancionado. El castigo es el pago de la deuda que el transgresor tiene con la comunidad. Y, una vez efectuado, puede reintegrarse a la comunidad.

Entonces sancionar no tiene porque significar placer como Kafka deja entender. O mejor: la autoridad puede reconocer el placer que le produce refrenar al transgresor pero esta situación no tiene que llevarla a erotizar la represión, a convertirla en una satisfacción en sí misma.

En sus reflexiones sobre la ley, Zizek se aproxima a Kafka pues considera que toda ley tiene, lo que él llama, un “suplemento obsceno” conocido por las autoridades y los subordinados aunque nadie confiese su existencia. Ese “suplemento obsceno” es precisamente la ganancia de placer de los que participan en la cadena de mando. Es un goce oculto sin el cual la ley perdería su eficacia pues sin él no habría razón para mandar, ni, tampoco, para obedecer. La posición de Zizek es la de un escepticismo radical. La autoridad es engañosa y a medida en que lo vamos descubriendo nos quedamos sin orientación, abandonados a la impulsividad mortificante del goce.

VI

En esta discusión sobre la posibilidad de una autoridad no autoritaria lo sensato sería apostar por una autoridad generosa que minimice la obscenidad, que no concentre demasiado poder y que esté debidamente controlada. Pero el hecho es que no podemos prescindir de una autoridad. Para que ello fuera posible sería necesario una moralidad sólida en toda la gente, una comunicación abierta entre las personas, y justicia y transparencia en los acuerdos. Entonces hasta podría desaparecer la policía pues reinaría un sentimiento de equidad. Pero, crear estas condiciones requiere de una autoridad fuerte, al menos en la familia y escuela. Solo así es posible la producción de sujetos racionalmente convencidos de la ley como el marco de la interacción social. Y minimizar la autoridad significa expandir los límites de la autodeterminación. Este es el ideal marxista de la desaparición del Estado o la reducción de su papel a la administración de las cosas. Pero para lograr este ideal se considera necesario reforzar una autoridad que se pretende “provisoria” pero que en la realidad termina expropiando la libertad de la gente. Las dictaduras del proletariado terminan siendo peores que los regímenes a los que sustituyen.

VI

A diferencia de Kafka, Jesús sí cree en la ley pero procura modificar su economía libidinal, la dinámica de los goces que pueden garantizar su efectividad. Al menos, esta es la manera como San Pablo interpreta a Jesús. La ley, dice San Pablo, es necesaria, porque nos hace conocer el pecado, pero también es incompleta y problemática. Resulta que la ley es una prohibición que al ser formulada refuerza justamente el deseo por lo prohibido. Freud decía que allí donde hay una prohibición hay un deseo. En un parque, por ejemplo, no tiene sentido un cartel que prohíba comer tierra pues nadie tiene ese deseo. Pero, en cambio, si tiene mucho sentido un cartel que prohíba cortar las flores. San Pablo añadiría que leer el cartel nos incita a cortar las flores. La ley reaviva el deseo de transgredir. Al prohibir, incita. Entonces, por sí misma, la ley tiene efectos ambiguos. Además es traumatizante pues su acatamiento se basa en el miedo al castigo. El resultado es que estamos divididos entre el deseo de la “carne” y el temor a Dios.

Pero con la venida de Jesús todo ha cambiado. Cristo nos ha liberado de la ley, dice San Pablo. De ahora en adelante, en estos tiempos en que abunda la gracia, el fundamento de la obediencia ya no es el miedo a la brutalidad del castigo sino la identificación con Cristo. Es decir, cumplimos con la ley porque no podemos sino amar al hombre-dios cuyo sacrificio anuncia -para todos sin excepción- la posibilidad de una resurrección gloriosa. Y con el amor, la obediencia se vuelve un goce. “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza… el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables”. Entonces, armados con esta fe, se hace posible contener el pecado, las desbocadas aspiraciones de la carne. “Pero en todo esto salimos completamente vencedores gracias a aquél que nos amó”.

La creencia en la salvación, que es certificada por una buena conciencia, nos hace fuertes en la virtud. Y la virtud suprema es la caridad. “La caridad es la ley en su plenitud” (Romanos 12, 10). El amor es la fuente de la virtud y del triunfo sobre el mal, es la base de la ley.

La propuesta de San Pablo es muy radical. La ley es secundaria, lo importante es el amor alimentado por la fe en Cristo y su promesa de una continuidad feliz después del tránsito hacia la “verdadera vida”. Promesa que Cristo fundamentó con su propia resurrección. Si creemos en Jesús como el mesías entonces estamos salvados pues podremos perseverar contra la voracidad de la carne, defendidos por el espíritu que surge a partir de la identificación amorosa con Cristo. La potencia de esta fórmula para sujetar y canalizar la inquietud humana es indudable. Nos hace aceptar la ley como el camino de regreso a la omnipotencia que creemos haber perdido. En el cielo no habrá deseo que quede sin satisfacción. Cumplir con la ley genera un estado de gracia, un amarse con justicia a sí mismo pues se está haciendo lo que se debe. Una anticipación de lo habremos de sentir en la otra vida. Ahora, en la época de la gracia, la ley nos señala lo que está mal en la criatura humana, y, sobre todo, nos llama a ser más desprendidos, a amar a los otros, a ser “mejores”, como Cristo.

Freud, mientras tanto, piensa que el mandato cristiano de amar al prójimo como uno mismo es excesivo. Nos invita a una represión categórica de nuestros deseos. Y por lo mismo produce tristeza y depresión. Ese mandato genera una culpa que nos hace obedecer pero también nos limita drásticamente. De allí surge el malestar en la cultura, que es una rebelión contra la drasticidad de las imposiciones que nos son impuestas.

En todo caso la fundamentación de la ley en el amor ha sido una forma de conjurar las tendencias destructivas que habitan a la criatura humana. Pero tampoco es que esta exigencia haya logrado modificar para siempre la naturaleza díscola de nuestra especie.

Dentro de este orden de ideas la autoridad no tiene porque ser sádica, ni el pueblo masoquista. La conciencia moral tendría que sujetar cualquier asomo de crueldad en quien ejerce la autoridad. El amor contiene la destructividad.

VII

Es evidente que San Pablo está en las antípodas de Kafka. En el mundo que nos propone San Pablo no hay espacio para una autoridad que goza con el sufrimiento de los demás. El impulso natural más fuerte de la criatura humana es hacia el bien y el amor.

Mientras tanto la radical desconfianza de Kafka respecto a la autoridad surge en un mundo donde hay poco amor y confianza.

Pero, permanecer en la desconfianza hacia la autoridad significa atrincherarse en el rencor hacia el padre. Ese padre que nos trajo a la realidad desde el cielo de nuestra omnipotencia infantil, que nos hizo saber que somos finitos y que la pretensión de absoluto es el remedio fatal a nuestro desvalimiento. En nuestra época el desarrollo tecnológico nos invita a renegar de nuestra finitud. La sociedad de consumo nos introduce en el presente eterno pero fugaz del entretenimiento. Ya no luches, disfruta. Eso se nos dice.

VIII

La idea kafkiana de que toda autoridad es autoritaria no es una afirmación arbitraria. Proviene de las enseñanzas de la vida, para empezar del propio Kafka. Pero tampoco creo que se trate de una buena apuesta pues si prima la hostilidad y la desconfianza hacia la autoridad eso significa que estamos aprisionados en el encono hacia el padre, y en la nostalgia de un supuesto paraíso que se perdió cuando se instaló en nosotros el lenguaje y la reflexividad; la conciencia de nuestros límites y de nuestra mortalidad.

Quizá el problema es que Kafka permanece en un horizonte cerrado donde solo caben dos posiciones, la del amo y la del siervo. Hegel piensa que es posible escapar del dilema. No se trata de voltear la tortilla pues así todo queda igual. La salida, razona Hegel, es la toma de conciencia de que somos contradictorios, de que estamos habitados por un amo y un siervo interiores. Llegamos así a la figura de la “conciencia desventurada”. La conciencia desventurada reconoce que hay algo que me habita y que ese algo no soy yo pues me trasciende y no proviene de mí. Hay otro dentro de mí. Mientras tanto la conciencia supone negatividad en el sentido de distancia y capacidad de negar y transformar su propio ser en sí. Ese ser en sí es un dato dado con el que tengo que dialogar y lidiar. Y ese algo que me habita no lo termino de conocer. Otra vez: llevo la otredad incrustada dentro de mí. Desde esta toma de conciencia se hace mucho más fácil reconocer la alteridad del otro. Yo y tu, que eres diferente de mí, somos, no obstante parecidos, pues estamos hechos de la misma sustancia. Solo en esta dinámica de reconocimientos se hace posible el respeto por el otro que vendrían a ser el fundamento de la ley. Una conciencia más plena de sí misma que hace que nos veamos como seres limitados es entonces la condición de una autoridad menos obscena.

La democracia tiene pues un fundamento intra psíquico e inter subjetivo. Solo entre seres que se saben falibles y limitados es posible el respeto y la simpatía. En cambio, si nos aferramos al ideal narcisista de la omnipotencia estamos condenados a la amargura, a la “ilusión de la identidad” que significa desconocer nuestros desgarros y ver en el otro un enemigo; es decir, tirar presurosos la primera piedra, quedarnos entonces prisioneros del sistema donde solo hay amos complacidos pero ansiosos y siervos diligentes pero tristes.

En breve: las bases psíquicas y sociales de la democracia, y de la autoridad legal y racional, son la auto comprensión como ser finito y desgarrado, esa auto comprensión que permite ver en el otro un ser igual a nosotros.

Hegel dice que la conciencia desventurada es una conciencia desdoblada “ella misma es la contemplación de una autoconciencia en otra, y ella misma es ambas, y la unidad de ambas es también para ella la esencia; pero, para sí no es todavía esta esencia misma, no es todavía la unidad de ambas” (p.128). Tener “en una conciencia siempre la otra, por donde se ve expulsada de un modo inmediato de cada una, cuando cree haber llegado al triunfo y a la quietud de la unidad.” (P. 128). Pero es acaso esta subjetividad descentrada y tormentosa la última palabra. Hegel no lo cree así.

La conciencia desventurada puede ser una estación en el camino. En realidad es esta figura de la conciencia se le ha pasado de largo el hecho que “para encontrarse así tiene que basarse en la certeza interior de sí misma… “. Es decir no se ha percatado de que su complicación supone una singularidad que se expresa en el trabajo y el goce, en la propia espontaneidad de su actuar. La conciencia desventurada se ha puesto de espaldas a su peculiaridad. La conciencia desventurada se pierde a sí misma pues ya no sabe más que clase de cosa es. Pero en este desconcierto palpita la posibilidad de pensar que la otredad que nos habita es algo real, tenemos que dialogar con ella. Entonces, a partir de esta constatación “La conciencia retorna a sí misma”. Pero no a una conciencia ingenua, que no sabe de sus escisiones. Por el contrario el autoconocimiento de sí la ha colocado como lo negativo de sí misma; es decir como teniendo que lidiar con una realidad interna constituida y operante, a la que se ve sin embargo comprometido a guiar. Eso significa hacer un trabajo sobre sí. Lograr una suerte de término medio o dialectización entre lo dado de su constitución y la flexibilidad que introduce la capacidad de pensar y actuar sobre sí. Entonces “como razón, segura ya de sí misma, se pone en paz con el mundo y con su propia realidad y puede soportarlos pues ahora tiene la certeza de sí misma como … realidad … su pensamiento es de un modo inmediato , la realidad, se comporta, pues, hacia ella como idealismo” (p. 143). En realidad Hegel no está muy lejos de Freud y su visión de un yo que tiene mediar creativamente, entre las exigencias múltiples de la naturaleza, de los impulsos que sentimos, de la cultura, los mandatos sociales interiorizados, y de la historia, de la manera cómo se nos ha ido fijando un carácter.

Pero el planteamiento de Arendt va un paso más allá pues insiste en que el único camino para trascender la conciencia perpleja o desventurada es la interacción con los demás seres humanos. “Todo pensamiento, estrictamente hablando, es elaborado en la vida solitaria, entre el yo y el sí mismo; pero este diálogo de los dos en uno no pierde contacto con el mundo de mis semejantes, porque están representados en el sí mismo con el que yo mantengo el diálogo en el pensamiento. El problema de la vida solitaria es que este dos en uno necesita de los demás para convertirse en uno de nuevo: un individuo que no es intercambiable, cuya identidad no puede ser confundida con la de ningún otro. Para la confirmación de mi identidad, yo dependo enteramente de otras personas; y es esta gran gracia salvadora de la compañía que hace que hace que los hombres solitarios sean nuevamente un “todo”, les salva del diálogo del pensamiento en el que uno permanece siempre equívoco y restaura la identidad que les hace hablar con la voz singular de una persona que no es intercambiable” (p. 613). (En inglés p. 477.

Es decir solo el mutuo reconocimiento puede poner fin a la tortura que puede llegar a ser el pensamiento. En efecto, mientras pensamos permanecemos en la duda, en un diálogo desgarrador, no podemos estar seguros de nada. Mientras tanto, gracias a la comunicación nos comprometemos, al menos provisionalmente, con alguna idea que condensa nuestra individualidad. El reconocimiento del otro, nos confirma en lo que somos, resultando entonces la única manera de salir de nuestra perplejidad.

X

El concepto de autoritarismo nació del análisis de la experiencia europea. Ni Arendt ni Adorno plantearon la posibilidad de que el autoritarismo fuera la única forma de gobierno en el mundo en que pensaron, aquél que sucedió a la segunda guerra mundial. Por el contrario el pensamiento de Arendt concede a las instituciones libres y a la acción de los seres humanos una gran vitalidad y eficacia. El deseo de libertad y la capacidad deliberativa de la gente son los obstáculos que el autoritarismo nunca podrá remontar. Las revoluciones manifiestan el hartazgo con la injusticia y la capacidad del pueblo de constituirse como sujeto colectivo auto organizado desde su base. Siempre podemos empezar de nuevo, nos dice Arendt. Y nos previene de los “profesionales de la revolución” pues son aquellos que, ávidos de poder, la destruyen pues muy pronto, ahogan el florecimiento de la libertad con la dictadura del partido.

Adorno es menos confiado y optimista que Arendt. La industria cultural, piensa Adorno, crea una subjetividad amaestrada, conformista. Entonces el anhelo hacia lo alto desaparece. Los ideales se caen y predomina una “desublimación represiva”; es decir, la creatividad se reprime pero tampoco es que prime el desenfreno pues la gente es programada para estar contenta con satisfacciones elementales. La autoridad embrutece a sus sujetos. Si hay posibilidad de cambio ella vendrá de la gente ilustrada. En este sentido Adorno estuvo más cerca de las posibilidades de su época que Arendt pues la conciencia o negatividad estuvo entre los jóvenes estudiantes.

XI

Cuando los estudiantes franceses de mayo del 68 requirieron a Lacan para que se sumara a la revuelta, él les respondió que en realidad estaban buscando otro amo. Después de tanto nadar el movimiento libertario tendría que morir en la playa de un nuevo despotismo. No obstante Lacan, en la tradición cristiana, confía en el amor. Solo el amor puede hacer que transijamos en nuestras exigencias de goce, que nos sometamos a la ley. Pero el amor ya no es una exigencia sino una posibilidad por lo que debemos luchar. En todo caso el pensamiento de Lacan no apertura una salida a la tensión entre la legitimidad del deseo individual y la necesidad de la regulación social. En todo caso parece situarse más cerca de un individualismo transgresivo, que insiste en la fidelidad al propio deseo, que en preservar una autoridad que haga posible la vida social.

Y en la década del 60 es cuando eclosiona este potencial de crítica a la autoridad.

XI

Como concepto “científico” el autoritarismo se define como una pauta u organización de actitudes. No pensar, ni dudar; desconfiar de lo foráneo y de lo complejo, venerar una autoridad fuerte, buscar la seguridad de la sumisión. Y, necesariamente, crear a un otro abyecto que sería el responsable de que las cosas no fueran aún como debieran ser. Se trata, pues, de una mentalidad que se siente llamada al logro de lo absoluto mediante la actuación del odio en una depuración más o menos radical.

Arendt sitúa su análisis del totalitarismo a nivel macrosocial, identificando su dinámica ideológica y sus cristalizaciones institucionales. Finalmente, el totalitarismo se derrota a sí mismo pues es una pretensión infatigable, voraz, por lo absoluto. Pero en el proceso termina sacrificando la vida de millones de criaturas humanas. Mientras tanto Adorno se concentra en el plano intra-subjetivo, en el análisis de la mentalidad prejuiciosa y fanática que es, a la vez, causa y efecto, de los regímenes totalitarios.

PD.

Quisiera agradecer a Jesús González Requena pues estas notas han sido elaboradas en diálogo con sus trabajos, y, además, inspirándose en su pretensión a una palabra propia.


Escrito por

Gonzalo Portocarrero

Profesor de la PUCP. Ha publicado recientemente el libro "Profetas del odio. Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso".


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