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En búsqueda del humor

Publicado: 2011-11-20

En búsqueda del humor

La sensación que lo capturó vino de muy hondo, de un pasado muy lejano. Esa sensación lo habitaba desde siempre pero él no sabía mucho de ella. Regresaba, imperiosa, sin avisar, y él, él, se le rendía. Pero, ahora; ahora algo había cambiado. Una extraña seguridad lo acompañaba. La sensación ya no se quedaba mucho tiempo. Pero durante algunos momentos su presencia parecía eterna. Le hacía sentir la enormidad del vacío de su vida. Si, la caída podía ser muy honda de modo que su ánimo se encogía hasta desaparecer. Era como si cediera el hilo que sujetara sus fragmentos. De pronto se desarmaba, solo veía pedazos suyos, cada vez más remotos. Se sentía, desfondado, a la deriva. El miedo que sentía amenazaba convertirse en pánico.

Mientras vivía la caída, se sentía en la antesala de la muerte. Y allí, una voz le decía: estoy de regreso y tú, tú mismo, estás, ahora, donde siempre; o sea, aquí, conmigo, tu dueño. Y, envalentonada, esa voz continuaba: ya disuélvete, no luches, entrégate. Eso que pretendes ser es una mentira sin consistencia. Mírame bien, no huyas. Pregúntate: ¿acaso tiene valor eso a que te aferras? Tu sabes que no. Lo que te separa de mí es solo tu cobardía.

Todo esto le sucedió mientras manejaba. De pronto, todo su afán careció de sentido. Desacompasado, su corazón no garantizaba más la continuidad de sus latidos. Era una melcocha informe que inundaba su pecho. Y su conciencia, pegada a su vientre pues había comido, otra vez, demasiado, estaba alertagada. Pensó que la vida era una flatulencia que su cuerpo dejaría escapar en cualquier momento.

Pero cada vez las caídas eran menos frecuentes y, además, se levantaba más rápido. Algo en su interior había cambiado.

Total, como en otras muchas ocasiones, el episodio pasó. Ahora, sin embargo, se había propuesto preguntarse sobre el por qué de la intensidad de la caída y, también, sobre el por qué de la rápida recuperación de su ánimo. ¿Qué le había pasado? No lo sabía. La sorpresa de caer y de levantarse de inmediato eran experiencias que tendría que interrogar y razonar. Lo más novedoso era que la voz antes lo sometía tenía ahora menos volumen.

Para explorar lo sucedido tenía que liberar a las palabras de esas cadenas que las llevan a formar expresiones que no revelan lo que se ha sentido, aquello que se lucha por expresar. Tenía que combatir la falsificación de la experiencia por el lenguaje. Esa lucha era agotadora. Significaba escribir lo mismo decenas de veces.

Total, se había impuesto la fuerza que lo mantiene unido. El desánimo fue expulsado. Había cambiado, casi sin darse cuenta. Aprendió que el amplio mundo de lo posible no está ni en el cielo de las promesas exaltadas; ni, tampoco, en el infierno del anhelo angustiado. Era desde esos lugares que provenía la famosa sensación que lo secuestraba. Y también desde allí venía la implacable voz que lo sometía. El mundo de lo posible era limitado y penoso pero también real y tangible, con sus buenos momentos que hasta podrían multiplicarse, si uno se logra comprometer con esta empresa.

Pero un aprendizaje no tiene porque ser definitivo. Y tampoco una resolución es una garantía absoluta. El aprendizaje es una probabilidad, y, la resolución, una apuesta que debe renovarse. En todo caso, la sabiduría no es algo que se gane una vez para siempre. Los retrocesos y las contingencias: todo puede fallar pero lo interesante es la confianza en que la caída no será la última realidad. Al menos, por un buen tiempo.

Mejor se vive en las coordenadas de lo posible. El cielo es una invención que surge en la tristeza. Pero no hay que tomarlo en serio pues es imposible vivir en un éxtasis continuo. Y el infierno es el anhelo que quema, la angustia por llegar a ese lugar que no existe. Pese a todo, es más real que el cielo pues la miseria es más pegajosa que la alegría. Pero tampoco sirve de gran cosa pues el infierno es un lugar donde cualquiera quedarse para siempre.

Estos cambios, ya no temía decirlo a boca llena, eran un progreso. Pero sentía que a su historia algo le faltaba. En algún momento se le había extraviado el sentido del humor. Cuando joven le gustaba reírse y hacer bromas. Pero él mismo, sin saberlo, lo expulsó. El humor se le antojaba una pérdida de tiempo pues no era el camino para llegar al cielo. Era poco serio y productivo. Ahora, en esta nueva posición, rechazaba esa productividad pues se daba cuenta que esa exigencia, que vetaba el humor, venía de la voz que lo tiranizaba y que esa era la voz del condenado que desde el infierno le prometía el cielo.

Pero el hecho es que su ánimo no terminaba de abrirse para el buen humor. Tendría que esperar. O, de repente, tendría que convocarlo para que saliera de su escondite. Pero en medio de la espera le daba una gracia irremediable esa impostura que lo reclamaba. Ese patético deseo de cielo y de muerte. ¿Trágico o ridículo?, se preguntaba. Y no sabía responder. Pero le daba mucha gracia lo ridículo que era su pequeña tragedia. Su propia tontería le arrancaba una sonrisa. Una vergüencita. Para alucinarse problemas, si que era un maestro.


Escrito por

Gonzalo Portocarrero

Profesor de la PUCP. Ha publicado recientemente el libro "Profetas del odio. Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso".


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